crónicas desde la ciudad

Monasterio de la Purísima (y XXIII)

  • Punto final. El compromiso adquirido era el de divulgar -en Diario de Almería- la historia conventual de Las Puras, en vísperas de su 500º aniversario en la ciudad. Felicidades anticipadas

CON el artículo de hoy concluyo la serie dedicada al Monasterio de la Purísima Concepción almeriense iniciada el mes de octubre pasado. Entonces expresaba mi admiración hacia sus moradoras ante el recto proceder y la decisión que las animó a alzar la voz frente al Obispado en momentos muy críticos para la Comunidad. Mi compromiso inicial con estas mujeres de hábito blanco y manto azul consistía en dos reportajes previos al 500º aniversario de su estancia en la ciudad. Pronto comprobé que era tarea imposible resumir la historia en 14 mil caracteres. De ahí, el llegar a las 23 entregas.

Agradezco sinceramente a quienes se han interesado por ellos, pero en esta ocasión, discúlpenme, mi lector-objetivo eran las propias monjas franciscanas. Me he sentido honrado sabiendo que cada fin de semana, en la hora de "recreo" nocturna, una de ellas lo leía al resto. Y halagado cuando en la mañana de sábado y domingo, al depositar un ejemplar de Diario de Almería en el torno de la clausura, me daban las gracias "porque a través de los reportajes hemos aprendido de nuestra propia Casa cosas que desconocíamos". Habrán resultado peor o mejor, pero siempre dictados por la objetividad y, muy especialmente, el respeto y afecto.

Al tajo. Paralelo al rigor documental, a intramuros se han sucedido situaciones difíciles de explicar desde la razón cartesiana. Llámenles revelaciones o milagro, superchería o exaltaciones místicas. Aunque hay muchísimas más, selecciono tres de ellas y referencio una desconocida reliquia. La trilogía tiene sus epígonos, curiosamente, en el anecdotario de la Virgen del Mar, Cristo del Carbón y del Escucha.

LAS PATAS DEL DIABLO

La más añeja leyenda se remonta a la fundación del convento y de cómo su abadesa, sor María Juana, se salvó de la muerte de entre los escombros del terremoto de 1522 asida de la mano de una niña pequeña, ilesa igualmente. O de que mandaba callar a los pájaros para que no molestaran con sus trinos a las monjas mientras rezaban el Oficio Divino. Esta que ahora les cuento es más truculenta y estaba recogida en el archivo desde sabe Dios cuando. Yo me limito a recuperarla tal y como la narró una testigo del caso.

Antaño era costumbre celebrar los acontecimientos importantes rezando la noche de vísperas en el Coro, pero siempre un mínimo de dos. Ocurrió que una hermana con problemas familiares le pidió a la abadesa quedarse hasta la media noche con el Señor. Así lo hizo. Cuando regresaba por la escalera de caracol del torno, camino del dormitorio, notó que alguien corría detrás de ella, con fuertes pisadas. Volvió la cara y vio una cosa horrible: un animal indefinible, con los ojos desprendiendo dos intensas luces verdes. Echó a correr y ya en la puerta del locutorio notó que el monstruo se le echaba encima. Con el crucifijo le hizo la señal de la Cruz y entonces el bicho se tiró, rompiéndola, por la barandilla de madera y "cayó al Claustro, donde están las pisadas". La losa en que se marcaron tales huellas estuvo a la vista hasta las reformas que en los pasados años sesenta hizo el arquitecto Antonio Góngora.

CEMENTERIO

Situado en una de las crujías del claustro meridional, en un ángulo y a los pies de la torre mudéjar, al pequeño espacio que sirve de enterramiento a las religiosas (y a alguna seglar) se entra a través de una portada en piedra de estilo gótico tardío. En ocasiones sirvió de Coro bajo; oyendo misa las monjas tras una reja que daba a la iglesia (el Sagrario estaba en la antigua capilla de San Roque). El recinto funerario lo preside un Crucificado sobre lienzo de gran formato y guarda otra curiosa leyenda. El caso lo refrendaba con su firma la madre abadesa y consejeras.

El obispo impedía a una novicia profesar por carecer de la dote obligatoria, medio económico, junto a las limosnas, de subsistencia. En precaria salud y viendo que su situación no tenía visos de solucionarse, decidió marcharse a su casa en la provincia. Solicitó un último favor: quedarse la noche previa orando en el cementerio, alumbrado solo por un "carburo". A la mañana siguiente, cuando la comunidad desayunaba, llamaron al torno y un señor, no identificado por la portera, dejó un sobre con la indicación: "Para una dote", ¡conteniendo diez mil maravedíes! No salían de su asombro cuando la novicia pidió que las acompañasen: en la pared principal había dibujado un Cristo de hermosas proporciones. Ora et labora. Los rezos fervorosos y el carboncillo hicieron el resto. "Toma tu dote, es el precio del milagro que Dios te ha concedido". Después le tallaron un retablillo y terminaron de pintarlo (anónimo) sobre el anterior. Retocado en septiembre de 1897, durante la guerra incivil fue respetado.

VIRGENCICA DE LOS DOLORES

En la leyenda del Cristo del Escucha tiene cierta lógica que unos cristianos lo emparedasen en una vivienda particular en evitación de ser profanado si caía en manos sarracenas. Pero en un convento de religiosas, ¿qué sentido tiene un hecho similar?, ¿quién la ocultó y por qué? Misterio de la clausura, pero cierto según testigos presenciales.

A comienzos del pasado siglo, una señora de la burguesía almeriense, Carmen Sánchez, vivía en comunidad con el resto de las monjas, entre ellas una de sus hijas, sor María Molina Sánchez. Asidua al rezo en solitario, un día le dijo a su hija: Oye, María, cuando subo al Coro oigo una voz que me dice, siempre a la misma hora, ¡Sacadme de aquí! Naturalmente, la tomó a broma. Tanto insistió que al final el "Sacadme de aquí" llegó a oídos de la abadesa, quien decidió salir de dudas. Con un martillo tanteó las paredes del Coro alto hasta que, "debajo de la ventana donde está la polaquilla de la luz", sonó a hueco. Se alarmó y reunió al resto de hermanas. Detrás de unos ladrillos gruesos que costó romper, apareció una hornacina pintada de azul con un cuadro de la Virgen de los Dolores, en relieve. Preciosa, de treinta centímetros, la cara y las manos de marfil, vestida de encaje y toca. Allí se quedó hasta que en la guerra la robaron.

RELIQUIAS

Con sorpresa se preguntaban profesas y novicias por qué la gente consideraba, con sorna, que Santa Cándida era novia de San Valentín. Como la cosa va de "enamorados", posponemos el tema al 14 de febrero, donde daremos cuenta del destino final de la "pareja".

¿Quien era y porqué en Las Puras? Santa Cándida sufrió martirio en las catacumbas en los primeros siglos del cristianismo. Durante el papado de Pío VI, su "sagrado cuerpo, con un vaso de sangre", fue sacado del Cementerio Ciriaco y donado a Francisco Antonio Gutiérrez, superior de la Orden de San Agustín. Por aquellos años residía en Roma el almeriense de esa misma Orden Francisco de Sala, sobrino de Felipe Gómez Corbalán, "personaje distinguido y protector del Real Convento", a quien le entregó; y este a la comunidad en 1778, la reliquia en cuestión. El "hueso del antebrazo metido en una mascarilla de escayola", estuvo depositada en el altar mayor, al pie e La Inmaculada, hasta desaparecer en 1937

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