Ignacio F. Garmendia

Los años de formación

Sus escuelas fueron 'El Heraldo' de Barranquilla, 'El Espectador' de Bogotá y 'El Universal' de Cartagena.

ANTES de convertirse en uno de los escritores más leídos, traducidos y celebrados de la lengua española, el joven Gabo -entonces Gabito- fue periodista. Como es bien sabido, el rumbo de su vida cambiaría después de la aparición de Cien años de soledad, y aunque el colombiano ya había publicado otros libros, era conocido por los demás autores del boom y no había sido ni mucho menos el primero de ellos en lograr proyección internacional, a partir de entonces encarnó el fenómeno de un modo espectacular, casi como una marca. Ya instalado en una notoriedad que no conocía fronteras, Gabriel García Márquez ejerció como abanderado de las letras hispanoamericanas, intervino o se enredó en debates políticos, alternó con las gentes principales y disfrutó de las mieles de un retiro dorado, pero en el origen de todo seguía estando aquel muchacho de Aracataca que probaba su destreza con las palabras mientras hacía reportajes por encargo o trabajaba como meritorio en las redacciones del tiempo viejo.

Siempre con un sentimiento de gratitud hacia el que llamó, en una acuñación famosa que tal vez haya perdido su vigencia, el mejor oficio del mundo, García Márquez se refirió muchas veces a aquellos años de formación, pero por fortuna también llegó a evocarlos directamente en el penúltimo de sus libros publicados, Vivir para contarla (2002), primera entrega de unas memorias inconclusas que llegan hasta el momento en que el narrador -el libro se cierra en 1955, poco después de la publicación por entregas del temprano pero ya extraordinario Relato de un náufrago, posterior a la muy faulkneriana primera novela de Gabo, La hojarasca, donde nace para siempre la geografía de Macondo- marcha a ocupar una corresponsalía en Europa. En el largo y memorable comienzo de esas memorias, que iguala las mejores páginas del novelista, cuenta García Márquez el viaje que hizo en compañía de su madre para vender la casa familiar y cómo el reencuentro con el territorio de la infancia -en febrero de 1950- tuvo el valor de una epifanía. No es casual que su relato comience con esa visita que tuvo el efecto de abrir la espita por la que brotaría el torrente de historias del que se nutrió buena parte de su narrativa, inspirada por lugares y personajes bien reales, pero ese sustrato se presenta igualmente ligado a la tortuosa historia de Colombia y acaso no habría tomado forma literaria si el escritor no hubiera forjado su estilo -nada periodístico, por otra parte, pero no nos referimos a la manera- en las lides del periodismo.

Los recuerdos de infancia y juventud de García Márquez son una mina para los interesados en su obra, pues de ellos partieron los ramales que fructificarían en algunas de sus mejores novelas -Crónica de una muerte anunciada o El amor en los tiempos del cólera, entre otras, además de las citadas- y conforman tanto la personalidad del hombre o su núcleo duro como la sustancia misma de su mundo. Pero esas memorias son también una declaración de amor al oficio de contar que, como se ha dicho, aprendió a pie de obra. Gabo habla de los amigos y de las lecturas, de las juergas y de los burdeles, de los tumbos y estrecheces de un gozador desaforado -"estaba seguro de que iba a morir muy joven y en la calle"- al que todos tenían por talentoso pero también por un caso perdido, cuyos desarreglos no permitían presagiar ninguna dedicación seria. Abandonados los estudios de Derecho, será en el periodismo donde encuentre una vocación y una disciplina -"las puertas de una nueva vida"- que lo conduciría de forma natural a la literatura. Sus escuelas fueron El Heraldo de Barranquilla, El Universal de Cartagena de Indias, El Espectador de Bogotá, para los que el futuro maestro tecleó cientos o miles de folios. Alguna fotografía posterior lo muestra en acción, muy serio y reconcentrado y con dos dedos que imaginamos frenéticos, en medio del precario desorden de las oficinas en las que aún se amontonaban los papeles.

Es saludable resistirse al culto de las vacas sagradas y desde hace años hablamos de las desafortunadas afinidades de García Márquez con los tiranos, de la degeneración del llamado "realismo mágico" a manos de los imitadores o de las batallas no sólo literarias entre los integrantes del boom, pero el camino recorrido por el joven hacedor de sueltos anónimos hasta convertirse en el gran demiurgo universalmente reconocido señala uno de los trayectos más inspirados, admirables y fascinadores de la literatura contemporánea.

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