Cultura

Umberto Eco, el enciclopedista irónico

  • El escritor y semiólogo, uno de los grandes nombres de la literatura contemporánea que se quedó a las puertas del Nobel, logró la celebridad con el rigor de un sabio.

HAY algo de Poe en el Eco que escribe El nombre de la rosa. Pero no porque la novela sea un artificio lógico, a la manera de Los crímenes de la rue Morgue; sino porqueEl nombre de la rosa es la demostración empírica de cuanto Eco ha teorizado en Apocalípticos e integrados y en su Obra abierta. Ese mismo gesto, no exento de ironía, ya lo había anticipado Poe al explicar su poema El cuervo, mostrando como necesidad, como operación inductiva, el hilo misterioso del que nacen los versos. Por supuesto, se trataba de una argucia; pero una argucia en cuyo fondo reside una verdad, cual es la servidumbre de la inteligencia a las pasiones del hombre, y la modulación de esas pulsiones por el raciocinio humano. Así, cuando el Eco novelista adquiera su fama (una fama ambigua, al tratarse de un best-seller erudito, pero best-seller al cabo), dicha celebridad vendrá precedida por el rigor y estudio del semiólogo. Sobre esa doble vía parece construirse la obra de Umberto Eco. Una obra, si se me permite decirlo así, cuyo fondo último ha sido la imaginación, y, junto a ella, las diversas formas en que la imaginación se expresa. 

Añadamos a esto que Eco es un sabio. Y con esto me refiero a la extraordinaria cenefa de sabios italianos que han iluminado el XIX y el XX. Empezando por Benedetto Croce y Arturo Farinelli, y aún antes, en el XVII-XVIII, por Giambattista Vico y Cesare Beccaria, Eco se inscribe en la deslumbrante nómina de eruditos que han contribuido a la historiografía clásica, a la Estética y a la Historia del Arte como quizá ningún otro país en Europa. Mencionemos sólo cuatro nombres y pongamos junto a ellos el nombre de Umberto Eco: Arnaldo Momigliano, Roberto Longhi, Rosario Assunto y Salvatore Settis. Recordemos que a Eco se le debe, no sólo el estudio formal del cómic y de los nuevos medios de comunicación, considerados ya como cultura; se le debe, también, una Historia de la Belleza, una Historia de la Fealdad y una Historia de las tierras y los lugares legendarios. Recordemos, de igual modo, que es el autor de un Arte y belleza en la estética medieval, donde a la Estética del XVIII, nacida con el Laooconte de Lessing, Eco le antepone una vasta genealogía que arranca en los amenes del mundo antiguo y llega hasta Tomás de Aquino y la escolástica que se deriva de él (esa misma escolástica cuya pureza, cuya vigencia, pretende defender el monje borgiano que oculta su ceguera en una biblioteca en El nombre de la rosa). Recordemos, por último, que en El cementerio de Praga, una novela en exceso prolija, lo que se aventura no es tanto un historia del folletín decimonónico como una génesis del mito judío que cristalizó, miserablemente, en Los Protocolos de los Sabios del Sión, y cuya influencia, cuyo alcance en la Europa de primeros del XX, no es necesario señalar. 

Sin esta profusa literaturización de los designios judíos, cuyo origen hay que buscar en la Rusia zarista y sus progromos, el antisemitismo que atravesó Europa en aquella hora (y que hoy vuelve a penetrar las clases ilustradas con pavorosa naturalidad), no hubiera alcanzado las monstruosas cotas que ya conocemos; sin toda aquella literatura conspirativa, heredera de la que se escribió contra los jesuitas tras la Revolución francesa, es probable que la historia de Europa hubiera sido otra. Importa saber, en cualquier caso, que el Eco de los últimos años estaba interesado en revelar la pervivencia del mito en el hombre moderno. Y que dicha pervivencia -ya lo hemos visto con los Protocolos, y antes con Ashaverus, El Judío Errante- no siempre fue beneficiosa ni gratificante. A la manera de Delumeau y su Historia del Paraíso, Eco escribió una brillante y divertida Historia de las tierras y los lugares legendarios, donde se anotan minuciosamente, acompañados de una espléndida erudición, las ensoñaciones paradisíacas que han acompañado al hombre desde la Atlántida y el Jardín del Edén, al mito del Grial, La Última Thule y el País de Jauja. 

Cabría concluir, por tanto, que desde el primer Eco, aquél de Obra abierta Apocalípticos e integrados, hasta el Eco que coordina una Historia de la fealdad, se ha producido un deslizamiento de intereses que va de los mass-media a unas formas más tradicionales de expresión artística. Sin embargo, este deslizamiento sólo es cierto en apariencia. Tanto en un lugar como en otro se trata de caracterizar el modo en que el arte y su disfrute -la famosa fruición de Eco- se producen. Y no en cuanto a sus vehículos más plásticos, como la pintura, el cine, etcétera, sino en la manera misma en que el idioma expresa lo que expresa. Lo cual es extensible, como resulta obvio, al problema de la traducción, largamente tratado por Eco en su Decir casi lo mismo. Admitamos, pues, que en la obra de Umberto Eco se resumen dos cuestiones de crucial importancia para la cultura. Por la parte del significado, la vigencia de unos temas y su reutilización histórica bajo diversos aspectos y desde diferentes perspectivas (algo así como un concepto ampliado de la "pathosformel" de Warburg); y por el lado del significante, la articulación del lenguaje que, en cada momento, ha sido necesario para recuperar esos temas. Se comprende así, no solamente la coherencia interna de la obra de Eco, sino la propia vinculación de los saberes humanos y el recíproco influjo, la mutua repercusión de unos campos sobre otros y de una época sobre la siguiente. 

Decía Ruskin que había más ciencia en un buen cuadro que en un mal tratado de geometría. Sobre esta pluralidad de la imaginación, observada desde su origen ideológico y desde su medio expresivo, gravitan o gravitaron los saberes enciclopédicos de Umberto Eco. Unos saberes que siempre vinieron envueltos por la admirable bagatela de la ironía, y cuya erudición se ofrecía bajo la especie de un humor cortés, agudo y penetrante. No olvidemos, en fin, que fue Eco quien propuso fabricar una réplica de Venecia para salvar a la ciudad de la plaga turística. Ahora que se ha muerto, uno lamenta, no sólo su desaparición, si no la desaparición de un modo de conceptuar el mundo, de una espléndida magistratura de lo bello. Que la tierra, la oscura tierra del milanesado, le sea leve. 

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