Hipólito G. Navarro. Escritor

"El humor me ha salvado siempre"

  • El narrador acaba de publicar su nuevo libro de relatos, 'La vuelta al día' (Páginas de Espuma), donde sin dejar atrás su brillante comicidad explora episodios amargos de su pasado.

-Hay una defensa de quienes habitan los márgenes en la cita de Nietzsche que abre el libro, una cita que acaba diciendo: "Todo lo raro, para los raros". Usted siempre ha contemplado la literatura, sin pesar e incluso con un cierto orgullo, como algo minoritario.

-En mi opinión, el cuento es para lectores cómplices. Un lector de best-sellers no se va a interesar por mis cuentos, no va a entenderlos. Es impresionante la primera frase de esa cita: Hay que apartar de nosotros el mal gusto de querer coincidir con muchos. No puedo decir que mis obras sean profundas, pero sí que son delicadas y raras. El libro tiene una estructura muy medida, y esa cita tiene ecos luego en dos relatos. El segundo habla de cuando yo era adolescente y las noches de verano las pasábamos en el castillo de Cortegana, leyendo los libros de Kafka, de Nietszche. En el penúltimo cuento son dos personajes ya muy mayores que recuerdan su adolescencia y aquellas lecturas de Nietszche que casi han marcado sus vidas.

-Ese relato, La vuelta al día, trata sobre la lejanía de la juventud y la nostalgia, sentimientos que recorren toda la obra.

-Quizás por eso me haya costado tanto montar este libro. No sólo porque cada sección era muy diferente y debía pensar cómo juntarlo todo, sino porque estaba llegando a unos textos que ya no eran cuento, que eran otra cosa, y que me tocan por abordar ciertos momentos, idos ya, de mi juventud. Fue Javier [Sáez de Ibarra], cuando seleccionó los cuentos de la antología El pez volador, también algunos periodistas culturales, los que me mostraron que ya empezaba a hacer algo distinto con mi escritura, que yo estaba en otro sitio.

-Un símbolo de la amargura del libro es que tanto el personaje de Los artistas cautivos como el narrador del último relato, usted, acaban cada historia llorando.

-No me había percatado, es verdad. El protagonista de Los artistas cautivos no es artista y se mete en un lugar donde todos tienen una vinculación con el arte. Hay pianistas, pintores... Él va a meterse en un territorio que no sabe si controla. Yo he tenido a menudo esa sensación, el miedo de si mi trabajo interesará.

-¿A pesar de toda su trayectoria, se mantiene esa inseguridad?

-No sé si es inseguridad, es más bien... [Vacila] Que a mí no me corresponde el ciclo de escritura de este país, de sacar un libro cada ocho meses, cada año. Tengo la impresión de que quienes escribimos molestamos, porque estamos en todos lados. He trabajado muchos años en un periódico, en editoriales... y he de decir que algunos autores son un poco pejigueras [ríe]. Odio esa parte del autor vendiéndose, a mí me gusta un autor fuera de ese mundo. Vengo de una época en la que en las solapas de los libros no salían fotos de los autores. Igual llegabas a un libro de un tal Ernesto Sabato, que se llamaba El túnel, pero no tenías ni idea de si ese Sabato era argentino o chileno.

-Hablando de autores argentinos, el libro rinde un homenaje a Cortázar ya desde el título.

-El suyo era una vuelta en 80 mundos y el mío es en 20, es una vuelta mucho más modesta. Con Cortázar me pasa una carambola preciosa que me da vergüenza contar. Yo había publicado cuatro librillos de cuentos y tuve la suerte, el sueño, de que Seix Barral agrupara los dos mejores en Los últimos percances. Y había leído con fascinación los cuatro primeros libros de Cortázar, pero especialmente uno que es Ceremonias, que es donde él reunió dos libros suyos, los mejores, Las armas secretas y Final del juego, que publicó precisamente Seix. Luego me metí yo en estos textos y en cierto modo seguía los pasos de don Julio, que después de aquellos cuatro libros y de agrupar sus dos mejores había hecho esas misceláneas de La vuelta al día en 80 mundos y Último round. Yo me preguntaba: Pero, bueno, vamos a ver, ¿voy a estar siempre copiando la trayectoria del maestro? Hasta que me dije: Bueno, es que es lo que toca. Y pensé que lo suyo no era sólo no esconderlo, sino declararlo ya en el título.

-Hay otro homenaje, éste a los que usted llama sus ángeles de la guarda: gente como su amigo Manolo Cañado, que le enseñó a amar los libros, la música, el arte.

-Ellos me facilitaron una armadura para soportar el color gris de un tiempo muy triste, porque vivir en los años 60 en un pequeño pueblo de la sierra de Huelva era difícil. Estos amigos eran mayores que yo, y enseñándome eso me salvaron. Con los amigos pasaba algo muy gracioso en Cortegana. Nos hablábamos de usted gracias a un profesor. Salíamos al patio en el recreo y nos preguntábamos: ¿Usted a qué va a jugar hoy, al fútbol o a las canicas? [ríe]

-Sus libros tienen siempre un estilo muy trabajado. A usted le importa tanto el lenguaje que, reconoce en un cuento, "nunca me ha gustado enamorarme de una mujer sin tener el nombre".

-Lo digo en el cuento de La nota azul: el artista tiene la obligación moral de la perfección, del mejor acabado. Cuando uno compra un coche quiere que sea perfecto, que cuando le des a un botón baje la ventanilla o suene la radio. Sin embargo, parece que a un autor no se le pide la exactitud, la precisión. Y eso es lamentable, hay que ser muy exigente.

-El libro recorre un paisaje humano ya poco común, un universo de oficios antiguos como taladores o herreros.

-Mi abuelo fue herrero y trabajó en la primera ampliación del puente de Brooklyn, y mi padre, antes de irse de emigrante a Alemania, trabajaba en esos oficios. Él y sus compañeros alternaban los trabajos dependiendo de lo que había en cada momento: talaban, esquilaban ovejas, segaban... Todo eso lo he querido vincular al único libro que había en mi casa en la infancia, un manual suyo de poda y de tala de árboles frutales. A mí él no me dejaba tocar ese libro, sólo podía verlo sentado en sus piernas. Él murió alcoholizado, en una muerte que fue casi un suicidio, y después de eso mi madre quemó todo lo suyo. Ella me dejó sin ese libro, y a veces he pensado que me dediqué a la literatura porque me quitaron lo que mi padre decía que era lo más importante, un libro.

-Ahora que se ha desnudado emocionalmente, ¿siente que antes se escondía tras el humor?

-Si me escondía, era de manera inconsciente. Yo había contado cosas tremendas, pero gracias al humor de manera atolondrada. El humor me ha salvado siempre: por mis defectos físicos podía haberme vuelto una persona retraída, pero contar chistes me ayudaba. Ahora sí siento que me he liberado de angustias y que puedo abordar ciertos temas con menos broma. Siempre pensé que la muerte de mi padre había sido terrible, pero ahora veo que él me hizo un regalo. No tenía educación prácticamente, pero todo lo que soy en la escritura parte de esos daños. Con toda esa tragedia, si lo miras bien, mi padre me regaló mi trayectoria posterior. ¿Qué sería yo sin todo aquello? Pura cáscara, puro humor. Hoy siento agradecimiento por el dolor de entonces, pero he tardado mucho en descubrir eso. A su modo, mi padre me dio un futuro, una herencia más grande que cualquier tierra.

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