Feria

La rubia platino, un milagro en equilibrio

  • "Hablaron, más con la mirada que con la palabra, y quedaron para más tarde. Ella acudió. Bajó de un taxi de los de la época con paso firme. Manuel acudió a su encuentro y se fundieron en un largo beso"

Manuel González intentaba, con éxito desigual, poner fecha a los recuerdos y a veces le parecían tan lejanos que no era capaz de situarlos con exactitud. De algunos sólo le quedaban pequeños flashes que aún inoculaban pequeños destellos de luz, casi imperceptibles, en su maltrecha imaginación, agotada por el paso de los años. O tal vez la realidad era más esquiva y lo que pretendía era poner aún más distancia de la que el tiempo había dejado. Nunca me lo contó.

A pesar de todo, cuando llegaba la Feria -a la que ya no acudía por sus muchos años y su cabezonería extrema en alejarse de los ruídos y de las grandes aglomeraciones-, no podía evitar cerrar los ojos y con un parpadeo apenas perceptible, hacer como que dormía para evitar la mirada de sus hijos y de sus nietos y zambullirse de pleno en el albún de fotografías que había sido su vida. Sólo tenía que abrir una de las hojas y los sueños cobraban vida.

Corría el año... Manuel no era capaz de perfilarlo con criterio, aunque por los gestos que su rotro mostraba, -media sonrisa y relajación de sus facciones-, lo que veía le llenaba de pleno.

Corría el año....insistía en recuperar la memoria. Una tarde-noche de Feria, en una de las verbenas populares que se celebraban y que hoy encontramos en la Caseta Municipal, Manuel González cruzó su mirada con una rubia platino. Sabina todavía no había escrito la canción, pero merece la pena darle este título a la historia.

Manuel ya había visto en otras ocasiones a la mujer que se convertiría, con el paso de los años, en una obsesión inalcanzable, un sueño platino como sus cabellos y un objeto de deseo permanente.

La pista de baile era de tierra, rociada horas antes por los organizadores de la verbena. La orquesta, -llamémosla así- ponía todo de su parte, con un popurri de pasodobles, rumbas, vals y algún atrevido rock and roll iniciático y algo de pop de principios de los sesenta.

Hablaron, más con la mirada que con la palabra, y quedaron para más tarde. Ella acudió. Bajó de un taxi de los de la época con paso firme, exultante, rompedora, un milagro en equilibrio. Manuel, miraba la escena absorto. Sonrió. Se levantó, acudió a su encuentro, se miraron, juntaron las manos y se fundieron en un largo beso. El ambiente de canícula nocturna se fundió con el deseo. Por la mañana, al despertar, ella ya no estaba. Nunca volvió a saber de ella. Quizá no fuera necesario. La huella que dejó en él nunca se ha borrado.

Hoy, en una nueva Feria, Manuel González abre los ojos, juguetea con sus manos, mira aquí y allá, escucha a sus hijos y nietos prepararse para acudir a los toros y sonríe complacido, sólo sonríe.

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