Imaginario

José Antonio Santano

Todos los muertos

ESCUCHABA las tranquilizadoras sonatas 2, 27 y 35 del compositor y laudista alemán Sylvius Leopold Weiss, interpretadas por Robert Barto. Era la hora de la siesta, pero como ya venía sucediendo en los últimos meses no podía gozarla por ocuparle el pensamiento otros asuntos más importantes. Las cosas que estaban pasando en esos últimos meses le habían desequilibrado y no hallaba un momento para el descanso. Observaba que todo a su alrededor comenzaba a desmoronarse, quedando solo las cenizas de cuanto siempre soñó y defendió con uñas y dientes. Nada tan extraño como aquel letargo en el que parecía vivir el mundo, los millones de seres humanos de este planeta. El laúd de Barto sonaba a paz en aquella dolorosa hora de la tarde, recreaba la vida del siglo XVIII, el siglo de las luces, de la Ilustración, pero en el fondo de todo, en el origen mismo de la vida, un ser oscuro aparecía y desaparecía de la escena con total impunidad.

Pasaban las horas y la tarde, en un principio soleada, fue pasto de un incandescente crepúsculo que se alejaba dejando tras de sí, un halo de tristeza y de sombras. Poco a poco sintió que la vida se escapaba de sus manos y que los ojos, cansados de mirar, comenzaban a cerrarse también muy lentamente. Miró hacia el otro tiempo, al que volvemos siempre que el miedo a lo desconocido nos acecha y comprendió que después de todo, apenas si era nada, un suspiro, un silbo, una raya de luz en la inmensidad del cosmos. Fue como un rayo, visto y no visto. Aquella tarde de cansancio y de silencios decidió acabar con tanta mentira, y se dejó balancear por las olas de la memoria, y padeció con cada una de ellas, con cada uno de los recuerdos que alentaba la fugacidad del tiempo.

La música sonaba lejana, distante, como si estuviera dentro de una gran burbuja que flotara en el aire de los sueños vencidos. No era la primera vez que le sucedía, pero fue como otras veces, aquel frío no lo había sentido nunca. Los libros estaban allí, en los anaqueles desordenadamente ordenados, compartiendo su vida y su dolorosa soledad. En ellos, la paz que no hallaba desde hace muchos años en los hombres, solo preocupados por el poder. Allí, en aquella estancia, a todas las horas del día, la vida y sus abismos. En ella, a la luz de las palabras, el tiempo detenido. Escrito estaba en los pergaminos de antiguo y en los libros electrónicos de ahora, y en la mente del hombre, que la justicia era una grande utopía, un falacia en labios de los poderosos, artificioso disfraz de togados de indigno proceder. Y recordó a los muertos, y en ellos, los versos del poeta de Orihuela, Miguel Hernández: en hombre desarmado siempre es un firme bloque: / sabe que no es estéril su firmeza y resiste. / Y los pueblos se salvan por la fuerza que sopla / desde todos sus muertos. Pero su pueblo, España, aún no estaba salvado, faltaban todos los muertos.

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