la tribuna

Nayalí García

Ser un bebé abandonado

ELl caso del bebé abandonado en una bolsa de deporte ante la puerta de una guardería en El Ejido, con ser dramático, debe entenderse dentro del contexto económico y social que estamos viviendo, donde situaciones de igual sufrimiento o parecidas se suceden con una triste cadencia. Y no sólo en España. Según un estudio de la Universidad de Atenas, el 32 por ciento de los menores griegos vive por debajo del umbral de la pobreza. El mismo informe revela que el abandono de niños se ha multiplicado en los últimos meses. "Hoy no regresaré a recoger a Anna porque no puedo mantenerla. Por favor, cuidad de ella. Lo siento", es la desgarradora nota que una madre griega dejó a las puertas de la escuela de su hija de tan sólo cuatro años.

Los expertos califican el abandono como un maltrato infantil, sin embargo no parece que estos casos guarden relación con la intención de provocar sufrimiento, sino más bien todo lo contrario, con la esperanza de que otras personas puedan proporcionar al hijo una vida mejor. Se suele definir el abandono bajo diferentes formas: físico, emocional o educativo, pero ninguno ellos atañe al caso. Porque, ¿es lo mismo dejar enfermar a un hijo o humillarlo reiteradamente, que abandonarlo, en un acto desesperado, en un centro donde probablemente cuidarán de él, como una guardería, lugar socialmente aceptado con ese fin? Pero aún siendo una acción aparentemente bienintencionada, la sociedad en su conjunto apenas conoce las consecuencias psicológicas que para ese niño tendrá el ser "un bebé abandonado".

Los estudios confirman que la madre es la primera que asegura al niño los cuidados psíquicos y físicos necesarios para una adecuada evolución, algo que se produce de manera general en todas las especies. En el ámbito del desarrollo infantil, la psicología habla del término "apego" y lo define como el vínculo específico y especial que se establece entre madre e hijo o entre el cuidador primario y el recién nacido. Esta especial relación es aún más fuerte con la madre porque los lazos de vinculación no comienzan a trenzarse a partir del nacimiento sino que van creciendo y estrechándose durante la gestación.

El vínculo del apego se afianza sobre tres sólidos pilares: una relación emocional perdurable con una persona en específico, el hecho de que esta relación produzca seguridad, sosiego, consuelo, agrado y placer, y, por último, la eventualidad de que la pérdida o la amenaza de pérdida del adulto provoque una intensa ansiedad en el niño sólo con evocarla. Los investigadores de la conducta infantil describen el apego como el andamiaje funcional para todas las relaciones que el niño desarrollará a lo largo de su vida. Es tan importante el apego que un niño puede sentir el abandono materno incluso por el simple hecho de captar de manera emocional un rechazo de la madre antes del nacimiento.

En el caso de los lactantes este sentimiento de abandono puede comenzar a vivirse al no ser alimentado por la madre y esto sucede porque el niño se separa de la madre antes de que llegue a sentirla como algo distinto a sí mismo. La percepción de la madre como una figura diferente ocurre entre los 4 y 8 meses de vida, por lo que cualquier interrupción de la relación madre-hijo antes de ese periodo, tendrá sus consecuencias a corto, medio y largo plazo. Algunos estudios demuestran que los niños que mantienen esa estrecha relación más allá de los 6 meses de vida, se comunican mejor con los demás y encajan de manera adecuada las frustraciones que se producen al jugar con otros niños. Cuanto más temprano se interrumpa esta relación, peor será. Además, frente al resto de especies, en el caso de los humanos se produce una prodigiosa circunstancia y es que el cerebro de los bebés gestiona por igual las necesidades físicas que las afectivas, pues los niños nacen sin los mecanismos necesarios para sobrevivir por su cuenta.

Es probable que todas estas reflexiones nos induzcan a tomar el camino fácil de culpabilizar a la mujer que hace unos días abandonó a su hija, calibrando las consecuencias que su acción tendrá sobre el desarrollo emocional de la niña, pero con los pies en la tierra, en la Europa de la crisis del siglo XXI, hemos de concluir que su dramática decisión probablemente tenga más aciertos que errores y que ese lastre psicológico sea lo que menos pese para la evolución futura de la pequeña. Una guardería, un hospital o una organización humanitaria puede ser la mejor de las soluciones para situaciones ante las que no se encuentran respuesta. Frente a un bebé ya en el mundo, mejor así que de otra manera.

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