RESISTIENDO

José María Requena

Mío, nuestro, tuyo

HACE poco conocí la anécdota de que en el comedor estudiantil de una universidad alemana, una alumna rubia e inequívocamente germana adquirió su bandeja con el menú en el mostrador del autoservicio y luego se sentó en una mesa de esas en la que los jóvenes comensales comparten almuerzos. Entonces advirtió que había olvidado algún cubierto, así que volvió a levantarse y se dirigió al buffet para cogerlo. Al regresar descubrió con estupor que un chico negro, probablemente subsahariano por su aspecto, se había sentado en su lugar y estaba comiendo de su bandeja. De entrada, la muchacha se sintió desconcertada y agredida. Pónganse en su lugar. Pero enseguida controló su disgusto y con esa generosidad que florece en los humanos hasta que nos hacemos adultos, supuso que el africano acaso no estaba acostumbrado al sentido de la propiedad privada y la intimidad, tan propios de la cultura occidental o incluso, siguió en su reflexión, quizá no dispusiera de dinero suficiente para pagarse la comida, aun siendo ésta tan barata en el comedor universitario, dado el elevado estándar de vida de nuestros ricos países.

De modo que la chica rubia, en vez de retroceder o generar alguna reclamación airada, decidió sentarse frente al tipo negro y sonreírle amistosamente. A lo cual el africano le contestó enseguida con otra blanca sonrisa, aunque siguiera comiendo con naturalidad.

A continuación y por no limitarse a darse por vencida, la alemana comenzó a comer también ella de la bandeja intentando aparentar la mayor normalidad y un talante liberal de estar dispuesta a compartirla con exquisita generosidad y cortesía con el chico negro. Y así fueron poco a poco, él tomando la ensalada mientras que ella apuraba la sopa, siguiendo ambos pinchando a la vez del mismo plato de estofado hasta acabarlo y luego, para concluir el negrito se puso a dar cuenta del yogur y ella de la pieza de fruta.

Todo ello trufado de múltiples sonrisas educadas, al principio un poco sorprendidas y luego tímidas por parte del muchacho y suavemente alentadoras y comprensivas por parte de ella.

Acabado el almuerzo compartido, la alemana se levantó en busca de un café con la más amplia de sus sonrisas, esa que corona a veces la satisfacción de una cierta victoria espiritual. Pero al girarse la sonrisa se heló en sus labios al descubrir en la mesa vecina, justo detrás de ella, que allí se encontraba su propio abrigo colocado sobre el respaldo de una silla y su bandeja de comida, intacta.

A mi el cuento me recordó la superioridad moral de occidente con el tercer mundo ¿A Ud. no?

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