La tribuna

Manuel Peñalver

La sangre que asustó al miedo

MANUEL Benítez, «el Cordobés», es esa leyenda que los años han convertido en páginas antológicas que encuentran su prólogo en una cuneta de las carreteras franquistas, haciendo autostop. Para ir de una dehesa a otra, de una oportunidad a otra, con el fin de tentar la incierta embestida del destino en esa referencia metafísica, que encontramos en los arcanos del ubi sunt manriqueño. Tal vez como Francisco Quevedo escribió en «El buscón», caligrafiando las mismas arterias del idioma, que ya Cervantes había inmortalizado. Todavía recuerdo el día de la confirmación de su alternativa en Madrid, el veinte de mayo de mil novecientos sesenta y cuatro, que vi en la pantalla, en blanco y negro, de una «Marconi», de veinticuatro pulgadas, que había en el bar del pueblo. Quite por chicuelinas. Una muleta, con una tauromaquia distinta. En los medios, el toro lo empala y lo cornea. La cogida de pronóstico muy grave, que le infirió el astado de Benítez Cubero, avieso y astifino, de nombre «Impulsivo», es todavía copretérito en la memoria de aquella tarde de lluvia y quirófano.

Sangre en la arena de la Monumental, que no llegó a hacerse elegía. La fotografía del torero de Palma del Río, a merced de la fiera, asustó al miedo. Portada en los periódicos de la época: «Pueblo», «Madrid», «Informaciones», «Ya», «Arriba», «Patria» y las revistas «Dígame» y «El Burladero». Como noticia de lo que era un antecedente de internet y de las redes sociales. Fenómeno de masas, pensado en el subconsciente de Rafael Sánchez, «el Pipo», y llevado al consciente a volandas de los públicos. Como si el diestro y el apoderado fueran nuevos personajes valleinclanescos o stendhalianos, que desafían los escrutinios de los hados, a modo de rebeldía justificada en la causa. Toreando al natural, con un concepto propio. O caligrafiando la imaginación en la barra de una taberna y preguntando hasta encontrar la respuesta que la literatura se negaba a dar. Hijo de un miliciano republicano, luchó en las trincheras de las madrugadas del insomnio, para poner las banderillas cortas a la luz del carburo o de la luna semidesnuda, cuando el sol estaba apagado y escondido en los negros horizontes del hambre. Héroe, en la crónica de una vida imposible, inspirada en la picaresca; aquella que parte de «El lazarillo de Tormes» para enseñarnos los desfiladeros que nos encontramos en el acontecer de un mundo aparte. Luto y dolor. Triunfo y sufrimiento, para vestir, por fin, un traje de luces en los albores de ese camino que conduce a la gloria desde las cloacas del infierno. De esa agonía que se vuelve existencia con la tenacidad y la valentía de quien resiste por encima de la sintaxis del designio.

Aquella tarde del veinte de mayo es página ilustrada en los anales. Una ceremonia teñida del rojo que tiene la sangre del hombre, cuando suenan los clarines de la muerte en forma de premonición, con ese desgarro que encoge el corazón, en esos segundos que en el pitón del astado se hacen interminables. Así lo recordaba el doctor Máximo de la Torre: «Surgió la cornada en el tercio superior del muslo y «el Cordobés» sangró mucho y hubo que hacerle una trasfusión. En el quirófano se le hizo una incisión muy amplia para ver los destrozos de los músculos aductores y todas las colaterales de las arterias que se habían roto y que se pudieron ligar».

«Pedrés», con el que tantas tardes alternaría, fue el padrino. «Palmeño», otro buen torero, el testigo. Hay veces que la gramática liminar de la filosofía hace del arte de torear el dilecto diván del psicoanálisis en el que se sientan los héroes para desafiar lo que el reloj de las elegías les había marcado de forma inexorable. Y, así, surgieron los contratos millonarios y la vuelta al ruedo por la geografía española cientos de tardes; una temporada tras otra. Como novillero, y como matador de toros, desde aquella fecha en la que le cedió los trastos en Córdoba el llorado Maestro, Antonio Bienvenida, en presencia de José María Montilla.

De los infiernos a la puerta grande hay la misma distancia que de la vida a la muerte. Una lección estoica que Manuel Benítez Pérez (antes «el Renco» y, después, «el Cordobés») supo leer entre líneas, como si fuera un epígono del existencialismo. Para seguir viviendo a pesar de las cornadas que da la vida en el mismo instante en que le pierdes la cara. Y olvidamos quién es quién a la hora en punto de la verdad. Envuelta en el recuerdo, aquella tarde en las Ventas. Releyendo «O llevarás luto por mí», la novela de Larry Collins y Dominique Lapierre. O volviendo a ver «Aprendiendo a morir» en cine de barrio.

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