EL día que el alcalde de turno tuvo la ocurrencia de colgar el cartel de Prohibido jugar a la pelota en la plaza del pueblo empezó a morir la infancia. Aquella idea para complacer al amargado vecino de turno de las correrías de la chiquillería parece que caló hondo porque pronto fue imitada por los residenciales con zonas ajardinadas y parques infantiles. ¡Qué fácil es cortarle las alas a los niños!, pienso cada vez que leo inscripciones de ese tipo con las que se me revuelven los intestinos. Se les aboca a la Play, el televisor o a las inagotables clases de inglés porque hoy en día es más necesario aprender la lengua de Shakespeare antes incluso que la de Cervantes. Pero lo que de verdad me causó una gran desazón en su día, cuando se aprobó tamaña aberración, fue el cierre de los colegios. Al menos en mi pueblo, y creo que en el de muchos de quienes esto leen, fuera del horario escolar los centros educativos mantenían sus puertas abiertas para que pudiera disfrutarse de sus pistas polideportivas y allí la chavalería pasaba las horas muertas jugando al fútbol o al basket. Me apercibía sobre este detalle que tanto ha marcado después a varias generaciones el amigo Emilio, vecino de Olula y amante de la canasta, que pasaba tardes enteras tirando a tablero. Por lo visto todo se vino al traste cuando coincidieron varias muertes desafortunadas de niños al caerles porterías o canastas encima. En lugar de adoptar mejores medidas de seguridad y en caso necesario poner un conserje por las tardes para vigilar el buen uso de las instalaciones, se tiró por la tangente echando el cierre a las escuelas. Muchos aguantamos un tiempo saltando la tapia, pero la tradición de ir a jugar a las escuelas fue perdiéndose, siendo sustituida por el pub de turno, el porro y el litro de cerveza. Flaco favor le hacen a la juventud los políticos que ostentan dicha responsabilidad al mantener los candados. ¡Abran los colegios!