De reojo

José María Requena

Fútbol sin árbitros

LOS Tangú de Nueva Guinea se negaron a jugar al fútbol, si no era con sus propias reglas: que el partido no acabara hasta que los dos equipos hiciesen el mismo número de goles. No precisaban árbitro, claro, y como algunos partidos duraban hasta varios días, al fin lo dejaron. Ellos creen que el ansia de ganar fomenta las malas pasiones y prefieren vivir, y viven, en sana paridad más que en dura competencia. Claro que es gente primitiva. Aquí los aguerridos futbolistas saltan al campo llevando cada uno, en pura pantomima, a un niño de la mano mientras el locutor de turno se desgañita alertando que han afilado sus garras para abatir al enemigo. Que hay que vencer o morir. Que la defensa no hará prisioneros y los cañoneros van a triturar al cancerbero rival. Y relata encabritado el evento con un rico florilegio de epítetos guerreros, como artilleros, asesinos del área, lanzar tiros, disparos, un torpedo, andar muertos o sin metralla, etc. Para llegar al paroxismo con el rugido del ¡gool! que multiplican en las urbes los ecos enfáticos de los tenores lírico bufo del vecindario. Todo aliñado entre una simbología emocional de himnos en clave de marcha militar, un bosque de banderines y el ritmo de bombos empatando los latidos del público hasta las 120 pulsaciones por minuto, como procuraba Goebbels en los mítines nazis. ¡Victoria o muerte!, exigen las megafonías caldeando una fiesta pagana e hipnotizante en la que se ríe, aplaude o silba, se insulta o llora, se reza o amenaza, con la intensidad de una orgía. Porque éste ya no es un juego ni un deporte más. Sino la farsa alegórica de un pulso bélico que logra unir a sus fieles por encima de religiones, dialectos o localismos. Acaso porque activa fibras del instinto reptiliano, recreando una conjura tribal ante el miedo a la violencia y la muerte. Los antropólogos describen a los hinchas como hordas rivales simulando una batalla del neolítico. Con su caudillo/entrenador y guerreros/futbolistas; los colores del atuendo por bandera y el escudo como tótem a defender frente el enemigo. Y al espectador -electrizado ante la inminencia del fracaso o el éxtasis triunfal de su clan; entre el riesgo de la decepción o la efímera embriaguez de ver a sus campeones rendir al otro- cual primate vitoreando a sus bravos cazadores. Quizá por ello el frenesí del patriotismo futbolístico supera incluso la tensión nacionalista. Panorama que me suscita una reflexión algo insolente: ¿sería el fútbol tan atrayente si viviéramos en una sociedad con público y jugadores capaces de jugarlo con nobleza y sin árbitros, como hacen los primitivos Tangú? Seguro que no, pero ..¡nos da igual! ¡A por ellos, ..oé!

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