el lobo gentil

Chipo Martínez

Oda al huevo frito

HACE unos días, invitamos a comer a unos amigos extranjeros. Pensamos en el pescado como el manjar más representativo de nuestra tierra. Pero no se mostraron muy conformes con un alimento que tiene ojos. Y se me ocurrió una feliz idea -harto celebrada en la sobremesa-: huevos fritos con patatas, y unos pimientos -también fritos- para darle color. Y es que el huevo frito es una delicia para el paladar de cualquier ser humano, venga de donde venga.

El huevo frito, reconozcámoslo, además de ser el símbolo más entrañable de nuestra cultura gastronómica, encierra un prosaico embrujo que nos subyuga desde nuestra más temprana infancia. Es austero, como las cosas nobles, y a tenor de los arcanos de la biología, será fuente de energía vital para el ser que lo engulle.

La psicología mal descubrirá qué ocultos mecanismos se disparan en la mente del comensal que se planta ante un huevo frito; qué clase de erotismo esconde su corazón ambarino que nos hace gozar cuando, blandiendo una cruel moya de pan, emulamos a un audaz Ulises frente a un Polifemo indefenso, arrebatándole el único ojo de su cara redonda y pálida -quizá de terror- con un sadismo implacable. Tal vez, otros manjares más sofisticados, se nos antojen pura ambrosía, el alimento de los inmortales; aunque, para ser dioses, nos falta algo más que divinidad. Nosotros, mundanos consumidores de huevos fritos, somos, si acaso, mediocres aspirantes al trono de la perdida herencia del edén; heraldos de la locura cotidiana; guerreros de una lucha vana contra el destino; desnudos personajes del Jardín de la Delicias; lobos acechantes en jungla de la existencia.

Mas el huevo frito es humilde y en él nos reconocemos como en espejo de servidumbre. Ante él, somos más nosotros mismos, nos despojamos de la banal petulancia, del inmerecido equipaje olímpico y nos miramos cara a cara, de tú a tú, no como depredador y víctima, sino como pecador y redentor en una teodicea poco solemne, de andar por casa, pero, tan singularmente enjundiosa, que nos conduce desde la bestia, al ente racional que deberíamos ser para siempre jamás.

A través de la Historia, ningún poeta, prócer o dignatario, ha tenido la pertinente ocurrencia de magnificarlo en su plenitud, erigiendo un monumento en su honor y gloria. Por eso, yo, aprendiz de domador de palabras, tan humildemente agradecido de su existencia, dedico a su memoria este minúsculo riachuelo de tinta, este diminuto ejército de sílabas que intentará defender, ante el tiempo y los hombres, la sustancial relevancia de nuestro querido Huevo Frito.

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