De libros

El Edén en fragmentos

  • Annie Dillard recoge en este ensayo una lúcida reflexión sobre la esencia de la Naturaleza, con toda la belleza y el horror que en ella se entremezclan.

Retrato juvenil de la escritora norteamericana Annie Dillard (Pittsburgh, Pensilvania, 1945).

Retrato juvenil de la escritora norteamericana Annie Dillard (Pittsburgh, Pensilvania, 1945).

Es fácil aludir a Thoreau, o al archicivilizado Jean Jaques de "el buen salvaje", para acotar este tipo de literatura que se abisma en la Naturaleza, que busca purificarse y redimirse en ella, fatigada quizá de las bondades, un punto equívocas, que ofrece la ciudad del XVIII-XX. Sin embargo, hay que retraer el origen de este empeño al menos un par de siglos; y hay que desplazar su eje creativo desde la literatura que canta al wilderman, que elogia al Robinson, desde la literatura de naufragios que data Leys, a la pintura de Brueguel el Viejo y las miniaturas de los hermanos Limbourg, en cuyas obras se ha decantado una sutil invención, decisiva en los siglos venideros. Me refiero a la invención del paisaje en la pintura flamenca; y me refiero al paisaje como invención cultural, como concepto artístico y científico, que supone ya una mirada unitaria (la mirada del Renacimiento) sobre el mundo.

Esta concepción del paisaje, de la Naturaleza, como unidad de acción y realidad mesurable, opuesta de algún modo a la voluntad del hombre, es la que llevará a Montaigne a lamentar el destino de los salvajes americanos, frente a la civilizada Europa; pero es también la que en el XVIII-XIX, convertirá la Naturaleza en una suerte de espíritu elemental, que ha sustituido a las religiones tradicionales en la devoción del hombre urbano y positivista. El amor (o el terror) que suscita la Naturaleza en el XIX es, en este sentido, un amor y un terror de carácter religioso; asunto que puede comprobarse en Hawthorne, en Le Fanu, en Stoker, en Bierce, etcétera, pero que se hace evidente, con inusual violencia, en Lovecraft.

Como vemos, pues, Naturaleza es el concepto que el hombre ha opuesto a Civilización en los últimos siglos. Una oposición que ya se da desde los días Virgilio y su asombrosa conversión de la inhóspita Arcadia en una émula pagana del Edén; pero una oposición que adquiere todo su relieve a partir del XVI, por cuanto el XVI no es sólo el principio del mundo urbano, sino el principio de una exhaustiva clasificación y medición del mundo. Gracias a este avance de las ciencias, el hombre puede acercarse a la Naturaleza (una Naturaleza de algún modo transparente y domesticada), sin el estupor y el miedo, sin la maravillada incomprensión que suscitó en el hombre de los siglos medios. Gracias a esta profundización científica, la Naturaleza es, no en poca medida, Biología. Todo lo cual es sabido por la autora de Una temporda en Tinker Creek. De ahí que, dada la imposible atribución de una inocencia, de una sacralidad, a la Naturaleza, como aún soñó el siglo de Thoreau, Dillard haya optado por una estrategia, a un tiempo científica y estética, que deshaga esta unidad cultural desde la que observamos -y creamos- el paisaje. Digamos que Dillard, la lírica e inteligente Dillard que firma estas páginas en 1979, ha optado por la óptica del retablo y por la fragmentación de la realidad propia de aquellas colectas que, desde Plinio a San Isidoro, conformaron la sabiduría del hombre hasta esa primera visión global del XV-XVI, señalada más arriba.

Como es obvio, Dillard no pretende orillar aquello mismo que la capacita para observar con atención cuanto la circunda. Pero sí trata de reproducir aquella perplejidad inicial con la que el hombre, supuestamente, contempló por primera vez el mundo. La estrategia, pues, que sigue Dillard es la misma que encontramos en El Bosco, antes de que sus paisanos prestaran atención a la realidad lejana, y hasta entonces dispersa, del paisaje. Hay ahí una minuciosidad, un detallismo, una suerte de microscopía, que es también la que Dillard aplica a sus hermosos bosques americanos. Por supuesto, Dillard utiliza esta visión sabiendo innumerables cosas que El Bosco aún desconocía. Pero hay algo que, en cierto modo, los hermana. Y es el prejuicio del Edén. La creencia, incontestable en ambos, de que hay una pureza inicial, mancillada por el hombre. Una temporada en Tinker Creek es, en gran medida, el tortuoso, el poético regreso a ese lugar. Un lugar que es fruto de la orfandad humana, y no hijo de la geografía.

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