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El cósmico obús de la fe

  • Trotta publica los textos que el jesuita Teilhard de Chardin escribió en el frente, una peculiar visión de la guerra marcada por un hondo misticismo.

Conocíamos los testimonios más fidedignos sobre la Gran Guerra a través, entre otros, de las Tempestades de acero de Jünger o de aquel Adiós a todo eso de Robert Graves. También leímos el pormenor de la carnicería que acontecía en la jaula italiana del río Isonzo con Guerra del 15, del triestino Giani Stuparich, o a través de la voz antibélica del griego Stratis Myribilis, mientras éste se hallaba constreñido en los miserables tabucos de la frontera macedonia (La vida en la tumba).

Escrita hace ya un tiempo, pero felizmente rescatada por Trotta, La vida cósmica del sacerdote jesuita, teólogo y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1951) añade otra peculiarísima visión de la guerra. Una visión, como se verá, de sobreabundancia religiosa, de misticismo que se alza refulgente por entre los silbidos de los obuses, y que va mucho, muchísimo más allá del consuelo en la fe de todo buen creyente católico ante la desventura.

Teilhard de Chardin fue dando cuerpo a su idea de la vida cósmica mientras servía como camillero en el 4º regimiento francés de zuavos y tiradores. Fue movilizado y enviado a primera línea de fuego en Oise y el Somme; luego en Ypres, en la Champaña, en Verdún y, finalmente, participó en la segunda campaña del Marne. Al término de toda aquella casquería fue condecorado con la Legión de Honor.

El pensamiento teilhardiano se forja en las pausas sonámbulas del frente ("el bautismo de fuego", como él lo llamó). Grosso modo su idea teológica gravita en la fusión cósmica de lo divino sobre la cota de malla del progreso del hombre. Hay que añadir que, tras su muerte, su pensamiento místico y conciliador entre fe y razón mereció la reconvención de la Santa Sede. No obstante años después, entre otros papas, el muy docto purpurado Benedicto XVI elogió la "liturgia cósmica" que podía entreverse en los escritos del jesuita.

El presente volumen ocupa siete de los veinte ensayos que Teilhard de Chardin escribió bajo la mayestática destrucción. Los hombres se entremataban por entonces con una saña jamás conocida. Pero para el sacerdote el dolor había que valorarlo por su excitación, espiritualidad y purificación ("En sentido inverso y complementario del apetito de felicidad, el dolor es la sangre misma de la Evolución"). Los campos hieden. Por entre el olor a cadaverina, el sacerdote piensa no obstante en cómo la celeste Jerusalén del cielo ha venido a posarse en la Tierra a través de Jesús, el mediador, a partir de quien el Cosmos sobrenatural ha descubierto sus raíces íntimamente ligadas con nuestro Universo.

El 24 de abril de 1916, cerca de Dunkerque, escribe lo que él define como su testamento vital. "Vivir de la vida cósmica es hacerlo con la conciencia dominante de que se es un átomo del cuerpo de Cristo místico y cósmico. Quien vive así tiene en nada una multitud de preocupaciones que para otros resultan absorbentes; vive más distante y su corazón está siempre más abierto". Más adelante, poco antes de su traslado a Verdún, concibe sus ensayos acerca de Cristo en la materia (son tres historias acerca del cuerpo de Cristo trasfundido en la materialidad circundante y que Teilhard recoge del testimonio de su amigo y soldado Pierre Boussac, fallecido en Douaumont en octubre de 1916).

En la retaguardia de Chemin-des-Demes, el jesuita logra pergeñar en el verano de 1917 El medio místico. Por su estructura se ha comparado con la arquitectura del alma que concibió Teresa de Ávila para su místico tente del castillo interior. Teilhard añade cinco círculos que a su juicio abrigan la vivienda del alma (la presencia, la consistencia, la energía, el espíritu, la persona).

Los pilotos que sobrevolaban Verdún lo comparaban desde lo alto con un gigantesco loto putrefacto. Pero para el místico la línea del frente suponía la libertad, la desnudez, el desprendimiento con respecto a la encogida vida rutinaria (es de hecho "el frente de la ola" que lleva al mundo de los hombres hacia nuevos destinos por encima de "la línea de fuego y la superficie de corrosión de los pueblos que se atacan").

Bajo la gota colmatada del éxtasis (si no podríamos tomarlo por un auténtico tronado), Teilhard dedica en La nostalgia del frente bellísimas estampaciones literarias sobre la sangrienta cresta de Chemin-des-Demes. En abril de 1915, en Ypres, el aire de Flandes olía a cloro, los obuses segaban los álamos a lo largo del Yperle. En las colinas calcinadas de Souville, en julio de 1916, florecía la muerte. Y, sin embargo, había en todo como una sublime emulsión, una embriaguez de lo absoluto por encima del monstruoso perfume. "Ni todos los encantos de Oriente, ni todo el calor espiritual de París, valen, en el pasado, lo que el fango de Douaumont".

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