De libros

El espejismo soviético

  • Andreu Navarra rastrea el legado de los viajeros españoles a la URSS a través de los relatos donde contaron su experiencia.

Cartel conmemorativo de los 19 años de la URSS, obra de Josep Renau (1936).

Cartel conmemorativo de los 19 años de la URSS, obra de Josep Renau (1936).

Desde el triunfo de la Revolución ahora conmemorada, los viajes a la URSS se convirtieron en un género dentro del género que buscaba conocer y contar de primera mano los avances de la construcción del socialismo o contrastar los pregonados logros del país de los soviets con la realidad de un experimento inédito en la historia de la humanidad. El profundo impacto de la conquista del Estado por los bolcheviques había abierto una nueva era que sobre todo en los convulsos años de entreguerras, marcados por el auge de los totalitarismos y el descrédito de los regímenes parlamentarios, llevó a muchos políticos, periodistas, escritores e intelectuales a interesarse por la nación que decía encarnar las aspiraciones universales de la clase obrera. El crédito de la nueva Rusia -la constitución oficial de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas data de 1922- era todavía alto entre amplios sectores que no pertenecían a la izquierda marxista-leninista e incluso sus adversarios o detractores, impresionados por la magnitud de los objetivos, reconocían el empeño titánico de las autoridades por modernizar una sociedad fundamentalmente agraria que parecía quemar etapas a velocidad de vértigo. Algo se iba sabiendo de hechos o prácticas que no cuadraban con la imagen transmitida por los militantes ortodoxos, controlados desde Moscú y agrupados en la Komintern, pero la URSS era el futuro y nadie quería perderse la visión del paraíso.

El último ensayo de Andreu Navarra, del que leímos su recomendable 1914. Aliadófilos y germanófilos en la cultura española (Cátedra, 2014), se acerca a ese filón que conforman las decenas de testimonios escritos por autores de muy distintas afinidades ideológicas que viajaron a la URSS para recoger sus impresiones sobre el terreno. El itinerario se centra en las dos primeras décadas de las "romerías a Rusia", como las llamó Giménez Caballero, entre el mitificado Octubre y la Guerra Civil española que ahondaría en la divisoria que separaba a los partidarios o simpatizantes -todavía en 1933 autores tan poco sospechosos de izquierdismo como Baroja, Marañón, Manuel Machado o Benavente habían firmado el manifiesto fundacional de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética- de los enemigos declarados, pero abarca asimismo algunas muestras de rusofilia -Juan Valera, Luis Morote- durante la época zarista, la experiencia de los exiliados tras la caída de la República, la de los integrantes de la División Azul o aproximaciones tardías -Montserrat Roig, Vázquez Montalbán- que retratan las últimas evoluciones de un gigante con los pies de barro. El centro de gravedad, sin embargo, se sitúa en los años 20 y 30, que son los de mayor predicamento de la idea soviética fuera de los círculos donde imperaba, como ocurrió desde el principio, la obediencia debida.

A medio camino entre el ensayo y el reportaje histórico, El espejo blanco cita y resume muchas lecturas a las que no es fácil acceder, aunque se trate de títulos que fueron célebres en su momento, obras como la temprana y lúcida Mi viaje a la Rusia soviética (1921) del socialista Fernando de los Ríos; la igualmente desfavorable del valeroso cenetista Ángel Pestaña, Setenta días en Rusia (1924); la entusiasta La nueva Rusia (1926) del también socialista Julio Álvarez del Vayo -mucho más complaciente que otros compañeros de partido como Julián Zugazagoitia, Rodolfo Llopis o Luis Amado Blanco- o la también incondicional del ya entonces comunista Ramón J. Sender, Madrid-Moscú (1934), recientemente reeditada por Fórcola con prólogo de José-Carlos Mainer. Pero junto a los viajeros de la izquierda -los citados u otros como Andreu Nin o Joaquín Maurín- aparecen los nombres de dos grandes cronistas, Chaves Nogales y Josep Pla, que pese a su proverbial escepticismo se muestra más bien amistoso, y una serie de autores catalanes -Xammar, Valls, Pi i Sunyer, Rovira i Virgili- que aportan puntos de vista desconocidos. Mención aparte, por su crudeza, merece el capítulo dedicado al "cainismo entre camaradas", que da cuenta del destino a menudo trágico de los españoles que quedaron varados en la URSS al final de la guerra -aviadores o marinos del ejército republicano, los niños de la guerra, sus maestros- y se vieron sometidos a estrecha vigilancia por parte de los sicarios de Stalin, para los que haberse distinguido en la lucha antifascista o manifestar deseos de abandonar el país eran razones suficientes para ser deportado.

Los historiadores de la Antigüedad hablan del llamado "espejismo espartano" para designar la fascinación que el peculiar sistema político de los lacedemonios inspiró en muchos de sus rivales atenienses, que idealizaban sus virtudes al tiempo que se mostraban extremadamente críticos con los defectos asociados a la democracia. Algo parecido ocurrió con la URSS durante décadas en las que la verdad oficial, apoyada por un eficaz aparato de propaganda, logró difundir con éxito una imagen no ya favorecedora, sino absolutamente falsificada. Los dirigentes soviéticos eran conscientes de ese poder de seducción y supieron aprovechar, apoyados por una vasta red de satélites que aceptaron sumisamente sus consignas, la oleada de simpatía que había acompañado su llegada al poder. Por más que siguieran rutas guiadas y siempre sometidas a estrecho seguimiento, el contacto de los visitantes con la realidad de la utopía solía tener efectos tanto más devastadores cuanto más firmes fueran sus convicciones revolucionarias, de ahí la paradoja, señalada por Navarra, de que la decepción mayor se la llevaran los más afines. Era imposible no ver -aunque muchos vieron y callaron, por conveniencia, falta de valor o lealtad mal entendida- que el régimen se comportaba como una despiadada tiranía cuyas principales víctimas fueron sus propios súbditos.

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