Acostumbro a pasear por Los Lances y, quizá predispuesto por National Geographic, observo una gran similitud entre el ritmo circadiano de las gentes que ocupan la playa y, por ejemplo, el trasiego cotidiano de los animales que abrevan en una charca del Serengueti. Las horas de menor ajetreo playero coinciden con la salida y la puesta del sol. Es cuando únicamente es posible ver animales (stricto sensu) deambulando por la playa: gaviotas, correlimos, chorlitejos y charranes aprovechan esos momentos de sosiego para buscarse el sustento diario. Pronto les reemplazan binomios simbióticos de humanos con perros que, conocedores de la ausencia de vigilancia policial en esas franjas horarias, se saltan a la torera la prohibición de campearse por la arena. Con fastidiosa frecuencia el miembro más impulsivo de la asociación se siente atraído por las pantorrillas de paseantes y corredores con la aviesa intención de, como mínimo, husmeárselas. El socio supuestamente racional de la collera se limitará a esbozar una necia sonrisa que intenta hacer saber al agredido que es un gran honor el hecho de que su chucho se haya dignado a prestarle atención. A media mañana, en la arena empiezan a coexistir dos especies que la ocuparán durante casi todo el día: los devotos de San Lorenzo que, inspirados por su santo patrón, intentan ennegrecerse espatarrados sobre toallas que hacen las veces de parrilla y los adeptos a Narciso (el mitológico efebo griego enamorado de su imagen) que acostumbran a darse cortos garbeos por la orilla-pasarela mostrando sus cuerpos fashion forjados a base de gimnasio o de silicona y aderezados con llamativos tatuajes. En los días festivos abundan las unidades familiares: prole y esposa avanzan por la arena tras un padre cabreado por la inevitable cola que ha tenido que soportar en la carretera de Tarifa y por tener que acarrear el equipamiento playero, un cargamento que, a menudo, nada tiene que envidiar al que arrastraban los porteadores de los exploradores decimonónicos. A la hora de la siesta la actividad playera desciende y el amodorramiento general solo es roto por los guiris (ejemplares fácilmente distinguibles por su color de gamba cocida anticipo de un seguro quebranto nocturno) y los émulos de Nadal que si no te dan con las palas lo hacen con la dichosa pelota. Con el atardecer aparecen por la playa especies exóticas: los suspicaces que no se fían de que el sol se vaya a ocultar por el horizonte y que, en consecuencia, aplauden, aliviados, cuando esto sucede y el busca-tesoros, espécimen carroñero que utiliza un detector de metales para rastrear los objetos extraviados por los bañistas. Cuando este aburrido abandona su tarea... la playa recupera la paz.

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