El lanzador de cuchillos

¡Que empiece la función!

Hay dos virtudes fundamentales del oficio de columnista, la precisión y la puntería justa, que son indispensables para no herir

En afán por recuperar oficios moribundos y extravagantes, que me llevó también a vender crecepelo en un blog de internet, he querido que esta columna semanal lleve por nombre El lanzador de cuchillos. Desde hoy, y mientras me dejen, procuraré convertir este espacio en un circo de palabras aptas -casi siempre- para todos los públicos.

Me encomendaré para ello a Antonio de Orsini, aquel lanzador de leyenda que era capaz de acertar mirando y sin mirar y que conseguía el silencio y la atención del público durante unos segundos que parecían eternos.

Aunque mi héroe es El Gran Throwdini, elegante y audaz, que lanza hasta noventa y siete cuchillos por minuto sobre su bella ayudante todas las noches y es, además, un ministro de la Iglesia que ha celebrado más de tres mil matrimonios.

Prometo ironía, buen humor y un poquito de mala leche. Como las de todo lanzador de cuchillos que se precie mis dagas serán incisivas y afiladas, pero no descuidarán dos virtudes fundamentales del oficio: la precisión y la puntería justa, que son indispensables para no herir.

El lanzador es una mezcla de hipnotizador y acróbata del riesgo de cuya mano salen despedidos los cuchillos, uno tras otro, -mientras la rueda no para de dar vueltas-, dejando en su camino un arcoiris de destellos plateados que cesa cuando el puñal alcanza su objetivo.

En esta carpa de papel, habrá también momentos en que la palabra se suba al trapecio para jugar con los límites del equilibrio y otros en que escupa fuego o tenga que tragarse un sable. Otras veces, las menos, quizá se obre el milagro de la belleza elegante y sutil de la amazona.

¡Que empiece la función! Que redoblen los tambores y la rueda comience a girar. Ya tengo el cuchillo en la mano y el dardo en la palabra.

Intentaré que el riesgo parezca menos riesgo, aunque en ocasiones, cuando se apura mucho, aparecen imperceptibles gotas de sangre en el cuerpo de la chica. Pero no teman porque, en el fondo, el lanzador de cuchillos no es más que un pobre poeta, de esmoquin alquilado, que sólo busca el beso de la rubia platino.

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