No es un ningún misterio que las cosas de muestro Jerez, o las de Cádiz o Chipiona van a un ritmo diferente. Vemos de lejos las miserias de los nuevos muros que se levantan para eliminar libertades. Nos resbalan los problemas de Alepo o de los inmigrantes que sucumben en el Mediterráneo. Nos traen sin cuidado los refugiados que pasan frío en media Europa o los miles de conflictos que adornan el árbol de las mentiras en que se ha convertido nuestra civilización. Lo de Cataluña, lo oímos como si no fuera con nosotros. Lo del País Vasco, como si fuera una metáfora teatral de gente rara. Y la sarta de incongruencias de la Moncloa, como si nosotros no tuviéramos nada que ver.

En otros tiempos, el orgullo jerezano conducía a conflictos de fácil, y sobre todo, reducida localización geográfica: la distancia que se recorre entre la bahía de Cádiz y la plaza del Arenal. Hoy, esas disputas ya no son posibles. La globalización es provincial. Hay buenas carreteras. Un aeropuerto a medio ritmo. Miles de costas llenas de barcos y demasiadas ganas de tener una identidad. Desde Sanlúcar hasta La Línea y desde Algeciras hasta Olvera la provincia tiene un recorrido propio de las grandes odiseas de la humanidad. Es la única forma de luchar por lo autóctono, por lo folclórico, el carnaval, el flamenco, los langostinos y el vino fino. Una nueva forma de reivindicarse como una filosofía propia de vivir la vida que no parece existir en ninguna otra parte del globo terráqueo. Acompaña el tiempo, la gastronomía y la picaresca. Lo demás se da por sobreañadido. Por eso, igual que cuando, a diario, los problemas cercanos los espantamos con una sonrisa y, los de otras tierras, los seguimos sin ánimo de que nos afecten, somos capaces de crear una auténtica república independiente del buen vivir. Por otros lares, que sigan construyendo muros y sigan sin saber que son mortales. En el pecado llevan la penitencia.

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