Cultura

Eros y el Gran Berta

  • El Olivo Azul publica una obra póstuma de Apollinaire

La Grand Guerre no sólo trajo un ejército de muertos a la orilla del Marne. También trajo el orfeón artillero, el silbo del Gran Berta, una coreografía de heráldicos aviones, donde el Barón Rojo fue como un Nijinsky en aeroplano que gastaba Luger. De esta pavorosa contradanza, urdida entre metales, salió la cabeza oriental de Apollinaire, su lobotomía ensabanada, que él convirtió en exótico turbante tras una herida de metralla que lo pilló leyendo en las trincheras. Pues bien, a ese periodo de convalecencia, el poeta revertido en moderno mecano, pertenece esta pequeña nouvelle: La mujer sentada.

En frenesí nocturno y fragmentario, Apollinaire glosa aquí el París de retaguardia, la vanguardia cubista, más un acopio de mujeres que coleccionan amantes con urgencia y desgana. No parece casual, sin embargo, que el tema capital sean los mormones, la secta iluminista de Joseph Smith que proponía la poligamia como forma de fecundar el mundo con la semilla de los elegidos. También aparece este tema, si bien en su vertiente más siniestra y levítica, en el Estudio en escarlata de Conan Doyle. En ambos casos, no obstante, es la mujer y su protagonismo lo que se ventila. En La mujer sentada (moneda falsa cuya efigie mostraba a una dama sedente), la Gran Guerra es quien ejerce de universal catalizador, de monstruoso cataclismo del que emergerá un mundo nuevo. Mundo y novedad que parten de la vasta crepitación del frente, de la mecanización del siglo, y que da como inesperada floración la violencia tribal de las vanguardias y una mayor independencia femenina. Las muchachas que protagonizan La mujer sentada, tan hermosas como infieles, disfrutan de un París ayuno de hombres, y donde la gloriosa impunidad sexual viene acompañada de un recrudecimiento de la actividad, de lo inmediato, como un primer asomo al fin del mundo. Algo de esto hay en Las once mil vergas de Apollinaire, en El poeta asesinado, así como en su retrato de La Roma de los Borgia: la alegre vinculación de los cuerpos, la expansiva libertad de la mujer, y no la dócil poligamia, la esclavitud genésica de los mormones, en el brusco desierto de Salt Lake City. Recuerden a la precursora Margaretha Zelle, aquella infortunada Mata-Hari. O las hieráticas amazonas de Tamara de Lempicka. No en vano, los locos años 20 fueron un enérgico fox-trot bailado sobre el cadáver de Europa.

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