Imagínense un lugar en el que una persona presencie gritos, insultos, conatos de pelea, trampas e incluso agresiones. Podría estar refiriéndome a una reunión de zombies pasados de vueltas saliendo a las siete de la mañana de una de esas discotecas donde hay más pastillas que en Torrecárdenas, pero no, no es el caso. Me refiero a un Barcelona-Real Madrid, ese partido que todos conocemos como el Clásico del balompié español y que en los últimos años muestra de todo menos deportividad, que es lo que debería fomentar el fútbol. Independientemente a los resultados que se den, a los errores arbitrales o de los propios jugadores, lo feo que tiene ya un encuentro de este tipo ha pasado de la tensión entre futbolistas en el terreno de juego, donde se impone la pillería, a unas gradas repletas de individuos que sienten más dolor porque expulsen a la estrella de su equipo que con la muerte de un familiar cercano. ¿Es que estamos locos? Sí, el negocio del balón está rozando ya el surrealismo y llegará un momento en el que no pueda abarcar tanta estupidez humana. De siempre ha habido piques entre madridistas y barcelonistas, y de hecho era hasta bueno, hasta que se empiezan a perder las formas. Darse una vuelta por las redes sociales durante el día de un Clásico o en días posteriores es toparse con una realidad preocupante. Amigos que llegan a insultarse abiertamente al no compartir una decisión arbitral. La ceguera del fanatismo se impone en un mundillo que cada vez se aleja más de lo que debería ser. El fútbol a ese nivel, el profesional, el de choque trenes entre clubes con alma de empresa que mueven a hordas de seguidores, ya no es ejemplo de nada. Por el camino que va el universo de la pelota, no es de extrañar que cada vez haya más padres y madres que apuntan a sus hijos a otro tipo de deportes, a los que sí fomentan el respeto entre rivales y que no llevan su pasión al extremo más absurdo, el de tomarse tan enserio algo en lo que no es tan importante como nos hacen creer.
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