Análisis

Ramón Bogas Crespo

Director de la Oficina de Comunicación del Obispado de Almería

Envidia cochina

Si nos preguntaran si somos envidiosos, probablemente, la mayoría diríamos que no. Pues, querido amigo, si esa ha sido nuestra respuesta, tenemos en común algo con los envidiosos: pocas veces reconocen que lo son. Un verdadero envidioso no sabe que lo es.

La envidia es un sentimiento, fruto de la frustración, que desea que los demás no tengan, ni disfruten de lo que yo carezco. Y la reacción más habitual es aplastar al otro, para no ver en su logro, mi propia carencia. El envidioso no suele atacar de frente, suele ir por atrás con maniobras sibilinas. Así, el rumor, la murmuración, o las injurias se convertirán en sus armas preferidas. La envidia, como todos los sentimientos negativos (el rencor, los celos…) hace sufrir tanto al envidioso como a quien dirige su envidia. Y puede ser consciente o inconsciente, explícita o callada, pero forma parte de esos turbios fondos en los que el Ego habita.

Una advertencia: no hay una envidia sana. Cuando decimos "¡Qué envidia me das. Te vas a Nueva york a pasar las navidades", realmente, no nos estamos refiriendo a la envidia. Es una expresión popular del gozo de participar de su alegría. Mi propuesta, desde aquí, es desterrar para siempre este tipo de expresiones. Creo que es mejor decir: "No sabes cuánto me alegro. Disfruta mucho en tu viaje".

La psicología social afirma que, en esto de la envidia, no hay gran diferencia entre sexos. Son igualmente envidiosos los varones que las mujeres. Aunque dirigida a ámbitos diferentes: las mujeres suelen tener envidia de otras mujeres, principalmente, en el logro afectivo que han conseguido (lo bien que se lleva con su marido, lo unida que está la otra familia…). En otro sentido, la envidia de los hombres está mucho más focalizada en el ámbito profesional (ascensos, reconocimientos…). En la variable edad, se suele dar más en la gente joven porque está estrechamente relacionada con la madurez. Un buen proceso de maduración suele ir desterrando, progresivamente, aquellos sentimientos de envidia juveniles.

En este proceso de crecimiento espiritual al que estamos llamados los cristianos, tenemos que ir pidiéndole a Dios, que nos reconcilie con lo que somos y nos enseñe a aceptar las cosas como suceden, aprender de ellas y seguir adelante. Porque comparar destroza tu vida y la de los que viven a tu alrededor. Aceptar lo que somos y lo que tenemos. Agradecer lo recibido. Gozar de las alegrías ajenas y admirar los dones que tienen los demás. ¡Qué sencillo parece, qué difícil resulta!

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