Astracanada final

Como no había logrado modelar una nueva y uniforme identidad nacional, el soberanismo atribuyó el fracaso al opresivo Estado

Si se repasa lo que Jordi Pujol concibió, emulando a Montcada, como la gran expedición catalana hacia la independencia, se percibe que, en esta última época, ha perdido todo su fuelle épico si alguna vez lo tuvo. Aquel intento de reconvertir la intensa vida cultural de la Barcelona de los setenta en un escenario exclusivamente catalanista, basado en la recuperación monopolizadora de la lengua, apenas funcionó unos años. Las instituciones nacionalistas disfrutaron de buenas posibilidades económicas, el catalán asumió un papel ineludible, impositivo y excluyente. Todo ello envuelto en una atmósfera de conquista redentora y mesiánica. Sin embargo, a pesar tales expectativas, el universo cultural del catalanismo no logró sobrepasar, en ideas, su anterior ensimismamiento decimonónico. Mucha exaltación sentimental, mucha exhibición de símbolos, pero escasas o nulas argumentaciones sobre si es posible que el añorado nacionalismo desempeñe algún papel creador en la sociedad contemporánea.

Como la épica de la epopeya emancipadora, al carecer de un discurso razonado, no pudo mantenerse mucho tiempo más, los nacionalistas cambiaron de táctica y escenario y dieron entrada a la farsa de un pasillo de comedia. Y sin más miramientos ni pudor, decidieron cambiar de consignas: si el catalanismo no producía más frutos, la causante era España, la madrastra, que lo imposibilitaba. Y construyeron una imagen, lo más negativa posible, de un enemigo exterior que no permitía a los catalanes disponer de sus recursos y sentirse, gracias a ellos, plenamente catalanes. Como no había logrado modelar una nueva y uniforme identidad nacional, el soberanismo político, cargado de rencor y resentimiento, atribuyó el fracaso al opresivo estado español.

Finalmente, en estos últimos días, agotada la etapa de las manipulaciones históricas, los políticos independentistas han dado otro paso y visitan diligentes distintos escenarios extranjeros, con la intención de obtener un reconocimiento favorable en su conflicto político con las autoridades españolas. Y el resto de España que ya ha asistido atónita y prudente, durante años, a diferentes desfiles de agraviados políticos catalanes, debe resignarse de nuevo a contemplar estas representaciones teatrales de una nueva leyenda negra: porque en la España del siglo XXI no hay democracia y los independentistas catalanes se ven obligados a recorrer el mundo reclamándola. ¡Qué buen argumento para Muñoz Seca! Esperemos que esta sea la astracanada final.

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