Autopremios

El ejemplo extremo es cuando un alcalde o presidente de turno paga para que le monten un sarao en su pueblo

La inmensa mayoría de los premios que se conceden en este país, sean institucionales o privados, suponen un ejercicio de oportunismo y desfachatez verdaderamente notables de parte de quien los otorga, pues nunca sirven al premiado y si, y mucho, al que lo entrega. En su expresión o puesta en escena, además, son una oportunidad memorable para el ejercicio de la vanidad y el escaparatismo sin el menor disimulo. La principal característica, el más importante denominador común que invalida la legitimidad de los premios, es que casi siempre se otorgan a gentes muy prestigiosas que ya no los necesitan. Por lo general, tiene más prestigio el que lo recibe que el que lo da. Se invierte así -y se pervierte- el sentido original de todo galardón. Prestigiarse a costa de premiar al prestigioso es, en el fondo, un autopremio; darse el premio a si mismo, hacerse la foto con el homenajeado y darse lustre a su costa. Reconocer a gente muy reconocida es, además, un ejercicio de conservadurismo extremo, de necedad y de ineptitud o ceguera para detectar nuevos talentos. Contextualizada así la cosa, de entrada, todos los premios que no tienen dotación económica y se hacen con voluntad de reconocimiento público deberían de prohibirse por ley, pues son una tomadura de pelo y una falta de respeto al premiado. En este sentido, proliferan como las setas las galas de premios organizadas por empresas privadas, en especial grupos mediáticos ávidos de protagonismo y dinero. Los galardones nunca tienen dotación económica y sirven al medio para darse importancia y, de paso, ganar unas perrillas vendiendo espacios para la publicidad en los suplementos especiales que publican para narrar el fasto. En este territorio, además, tienen el apoyo incondicional de políticos que necesitan también pulir y abrillantar su imagen. Y cuando se junta el hambre con las ganas de comer el ejercicio alcanza cotas de perversión verdaderamente notables. El ejemplo extremo es cuando el alcalde o presidente de turno paga para que le monten el sarao en su pueblo o sede. Los politicuchos destinan así dineros públicos para mejorar su imagen y, de paso, untar al medio y estar a bien con él. Sorprende que muchos homenajeados de estatura no hagan esta reflexión previa y acepten como mansos corderos semejante espectáculo de intereses y vanidades sin rechistar. Y que pierdan además una parte de su tiempo en ir a recoger el marmolillo.

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