Breve historia del Otro: Jeronimus Cornelisz

Cornelisz viene huyendo de Holanda, perseguido por una sospecha de herejía, que lo relaciona con el pintor Torrentius. Después de unos años en prisión, Torrentius será librado de las cárceles por el refinado gusto de Carlos I de Inglaterra. Cornelisz, más previsor, ha elegido Java como un lugar remoto donde esconder sus opiniones religiosas. De ahí que se haya embarcado ahora, como ayudante de contramaestre, en el Batavia. Hay algo que, sin embargo, Cornelisz no sabe, no quiere ocultar. Ese algo es su hipnótica, su maliciosa, su abrumadora capacidad de persuasión.

Cuando Cornelisz sube al cadalso, el 2 de octubre de 1629, ha dejado tras de sí una extraña y vertiginosa devastación, no del todo explicable. La noche anterior, Cornelisz había tratado de envenenarse sin éxito, de modo que al dolor de la amputación (los verdugos le acaban de cercenar ambas manos), se suman las convulsiones y vómitos del envenenamiento. No durará mucho su agonía. Sí lo hará la de sus cómplices, que se estremecen largamente en el otro extremo de la soga. Sus víctimas, en cualquier caso, han sido numerosas; y no han excusado del oprobio ni a mujeres ni a niños. Con lo cual, una abrupta y elemental cautela dispondrá que sea en este mismo archipiélago australiano, en el breve rebaño coralino de las Abrolhos (allí diseminó la muerte como una plaga), donde el oficial holandés halle un bárbaro remedo de justicia.

Cornelisz viene huyendo de Holanda, perseguido por una sospecha de herejía, que lo relaciona con el pintor Torrentius. Después de unos años en prisión, Torrentius será librado de las cárceles por el refinado gusto de Carlos I de Inglaterra. Cornelisz, más previsor, ha elegido Java como un lugar remoto donde esconder sus opiniones religiosas. De ahí que se haya embarcado ahora, como ayudante de contramaestre, en el Batavia. Hay algo que, sin embargo, Cornelisz no sabe, no quiere ocultar. Ese algo es su hipnótica, su maliciosa, su abrumadora capacidad de persuasión. Esta misma disposición a adulterar el juicio ajeno es la que propiciará el plan que, al cabo, dé con Cornelisz en la horca. Mediada la travesía hacia Java, y pasado ya el Cabo de Buena Esperanza, Conrnelisz propone hacerse con el botín que transporta el Batavia y marcharse con él a las colonias hostiles a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Sin embargo, un cálculo impreciso del rumbo y una imprudencia del capitán del barco harán que el Batavia encalle frente a las costas de Australia. Cuando la oficialidad marche en busca de ayuda, será Cornelisz quien quede al mando del pasaje superviviente y de una tripulación aturdida, exánime, dispersa. El plan, en cualquier caso, seguirá en pie. Y lo que venga a continuación es una suerte de pavorosa República del crimen.

Cuando ocurren estos hechos, hace tres años ya que Bacon ha publicado La Nueva Atlántida. No obstante, en la utopía del canciller apenas queda nada de la virtud humanística de Thomas Moro. Se trata, en rigor, de un escalonamiento del poder, apoyado en privilegios seculares. De modo similar, en las pequeñas islas gobernadas por Cornelisz, será una mera consideración aritmética quien dirija el destino de todos ellos. Conrelisz necesita eliminar cualquier resistencia (ha planeado asaltar el barco que llegue en su rescate), y se dispone a la tarea con terrible eficacia. Para ello, Cornelisz ha confinado en los islotes cercanos a quienes pudieran frustrar sus intenciones, y ahora sólo aguarda a su consunción por hambre. Quienes queden bajo su autoridad, sin embargo, serán víctimas de su arbitrariedad homicida. Hay algo, no obstante, que contradice lo escrito hasta el momento. Bajo la apariencia de utilidad, los crímenes ordenados por Cornelisz señalan una atormentada voluntad de predominio. Y es esta voluntad, quizá henchida por una patología secreta y monstruosa, la que prefigura sus actos. Lo que Cornelisz organiza en aquellos arrecifes es, deliberadamente, oscuramente, una teoría del Estado. Del Estado como rapiña, como administrador de recursos y como agente único de la violencia. ¿Eran necesarios toda la humillación y el terror que Cornelisz infligió a sus compañeros de infortunio? ¿Era inevitable toda esa exhibición de poder, considerado como un poder divino, dueño de la vida y artífice de la muerte? La respuesta es no, probablemente. Y si Cornelisz y sus secuaces se vistieron como oficiales, si pasearon por el campamento ostentando esos nuevos signos de poder, es porque el latrocinio inicial tal vez les proporcionó otro placer más vasto e inesperado: el placer de un reino primordial, de una república ex nihilo. Les proporcionó, en suma, el placer de experimentar una utopía sangrienta en un siglo que soñó con ellas.

El hecho de que Cornelisz fuera anabaptista parece ir contra tal suposición. Y sin embargo, es su vínculo con el anabaptismo quien nos señala una indudable vocación utópica, luego resuelta en los crímenes del Batavia. Sabemos, además, que Torrentius fue, hasta el día de su muerte, hijo de la intemperancia y siervo de la desmesura; y que es esa voluntad prometeica de su mentor la que se expresará, con vertiginosa maldad, en aquellas rocas desiertas. De Torrentius sólo se conserva una pintura de singular pureza, encontrada por casualidad en una bodega. De Cornilisz, la memoria de los hombres tal vez preserve esta distopía barroca en el confín del orbe, cuya oportunidad probablemente fuera hija de la casualidad, pero cuya concepción, cuyo latido, cuya sintaxis, se aposentaba en las vísceras de aquel extraño navegante, como se hospeda la sombra bajo el imperio del sol más tibio e inofensivo.

En puridad, no sabemos por qué Cornelisz susurró, cuando subía al cadalso: "¡Venganza, venganza!". Sí podemos especular, no obstante, que su demenciado anabaptismo tal vez le llevó a considerarse ajeno a la culpa; y, en consecuencia, que su ahorcamiento le pareció, no el castigo por su ominoso régimen austral, sino el torpe homicidio de una herejía europea. Es decir, un último vestigio del Viejo Mundo.

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