Del Caralsol al jazz

Digno de aplauso a la ONU es asignar el 30 de abril como Día Internacional para realzar el jazz moderno

Decía un poeta chino, Lu Bu We, varios siglos a.C., que la música refleja históricamente el equilibrio emocional de cada sociedad, lo que invita a especular con que, como en tantas otras cosas de la vida, cada cultura tiene la música que se merece. Tesis a la que no le falta sustancia si cae en la cuenta de que hay quien no puede escuchar a Wagner sin que le embargue el ánimo de invadir Polonia. O si recuerda en qué entornos brotaron el charlestón y el tango. O en qué sociedad aún se parrandeaba con el Asturias-patria-querida, la yenka o el porompompero, mientras el mocerío del resto del mundo se descoyuntaba con el rock. Y puede que entonces le vea sentido a la ancestral admonición china y asuma que el jazz le vino como anillo al dedo a la modernidad para reflejar, como ningún otro género musical, su deriva mestiza y el vertiginoso devenir, promiscuo e improvisador de ésta época. Por más equivoco que fuera su origen, porque si la wikipedia lo registra en la New Orleans de comienzos del S. XX, para mí que fue fecundado años antes entre la miscelánea rítmica de las favelas de Río donde luego parieron, también, la bossa y otras euritmias con el mismo genoma cadencioso. Pero sea así o no, digna de aplauso sí que es la iniciativa de la ONU de asignar un Día Internacional, justo el 30 de abril, para realzar el jazz moderno con el ideario, coherente, de que su libertad expresiva, ha roto barreras al favorecer la comprensión mutua y la tolerancia; de que el jazz, con su inteligencia sensorial, simboliza un talante de afinidad y paz, y reduce tensiones entre individuos y comunidades; o que el jazz fomenta la innovación artística y la integración de folklores tradicionales en las reformas musicales actuales y estimula el diálogo intercultural y la integración de jóvenes marginados. ¿Y por qué logra todo eso? Pues porque el jazz no es solo música, ni su semántica sonora es solo un lenguaje de las emociones, sino que va más allá, con un paraerotismo, como diría Cortazar, que evoluciona sin descanso entre una amalgama de variantes rítmicas y de matices tonales imposibles de concretar en una partitura. Y sí, ya sé que por estos lares son aún legión quienes adoran los himnos del S. XIX y alardean de melómanos incorruptos pero excluyentes de todo lo que no sea la sardana, el aurresku o la sevillana. Y así nos va. Y acaso nos seguirá yendo, mientras no renovemos el Caralsol por el jazz.

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