TORRE DE LOS ESPEJOS

Juan José Ceba

Dalí fugaz

DURANTE el lustro que residí en Barcelona, acudí varias veces al Teatro Museo de Dalí, en Figueras. Aprovechaba el encuentro con amigos, para visitar aquel curioso y divertido centro de arte, que llevaba inaugurado unos años escasos. El pintor había querido potenciar su ser teatral e histriónico, ofreciendo al visitante un espectáculo sorprendente - a veces ingenuo, disparatado y cómico-, donde su maestría artística y creativa, se unían a su pasión arrebatada de indagador renacentista.

Dalí fue siempre un gran experimentador, un aventurero por los caminos de las ramas de la ciencia, que galopaban hacia él para hacerse materia del arte nuevo. Como actor, tenía un carácter lúdico, y con frecuencia jugaba como un sabio o un payaso ebrio en un laboratorio.

Qué bien se lo ha pasado preparando su Teatro Museo, piensa quien allí acude, y empieza a ver esculturas femeninas con panes sobre la cabeza, huevos, un cadillac con una pareja de amantes, sobre los que cae una lluvia en el interior del coche -que acciona la moneda de un espectador-; el amasijo abstracto de telas y de hierros, que otra moneda pone en movimiento, hasta convertirlos en un crucificado delirante.

En la Sala Mae West nos sentamos en los labios de la actriz, que son acomodados e incitantes sofás.

El pintor estaba seducido por la óptica y las imágenes estereoscópicas (la Santísima Trinidad de la vista, decía), donde dos lienzos iguales se contemplan a través de una lente (como ya hacía Giovanni Battista en 1600) para provocar la sensación de profundidad y de volumen. A veces esconde seres invisibles en sus lienzos, que el espectador ha de descubrir, como el busto de Voltaire oculto en un mercado de esclavos. De continuo aparece el juego, el guiño o la complicidad con el visitante. Y entre todo ello, de súbito, su maestría como dibujante y su enorme capacidad de pintor, por más que Lorca le escribiera: "no elogio tu imperfecto pincel adolescente".

En una de las visitas a su Teatro Museo ví a Salvador Dalí. Venía apacible, sin su papel de comediante, acompañado de un joven artista francés. Al pasar a mi lado dejó de hablar y me miró. Fijé también mi mirada en un Dalí de paso seguro y vital. No eran los ojos desorbitados de sus poses surrealistas, sino ojos de indagador inquieto. Nada le dije, y bien que lo sentí.

Poco después, en el Centro Pompidou de París, descubrí su maravillosa colección de joyas y su fantástico corazón de rubíes, que late con su sístole y diástole. Me tuvo absorto largo tiempo. Al no poder hacerme con ese corazón, llevé su imagen a mis versos: "granada de rubíes en llamas".

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