DE NORTE AL SUR

Óscar Lezameta

Dios salve a la Reina

ESCRIBÍ la semana pasada sobre mi anglofilia galopante, seguramente derivada de mis orígenes en una ciudad, Bilbao, que podría pasar y no sólo por el clima, por Manchester o Liverpool. Siempre me pareció graciosísimo que, gracias a la llegada a principios del siglo pasado de ingenieros ingleses a mi ciudad, hubiese mezclas tan curiosas como ese arquitecto que firmó un edificio en la Gran Vía y que se llamaba Larrinaga Smith.

A los ingleses, muchos los disfrutamos y otros los padecen en Andalucía. Hace unos días, mil y pico se pasearon por Almería después de atracar en un crucero en el puerto. Se les distingue a la primera; son aquellos que no han sabido entender la combinación adecuada de colores a la hora de vestirse, segundo arte en el que los hijos de Su Graciosa Majestad jamás han perdido demasiado tiempo.

El primero es la cocina. Cuando después de pasar mi primer año entre ellos pasé de reírme a saber por qué me reía, en un pub de Sheffield dije a unos amigos que "el libro de la buena cocina inglesa tiene dos páginas: una para el fish and chips (pescado con patatas fritas) y otra para el pastel de riñones" que para alguien que aborrece la casquería como yo me parece una delicia. El comentario hizo que mis amigos Steve y Janet se partieran de risa y me invitaran a otra pinta de cerveza. Intenté crecerme, pero las siguientes y hábiles ocurrencias no me salieron tan bien, así que opté, para beneficio de mi estado de ánimo y perjuicio de mi equilibrio, por seguir bebiendo. Esa es otra habilidad que me encanta de los ingleses: cuando están en su país, saben beber. Conocí a uno que se zumbaba las pintas en menos de tres segundos; intentó enseñarme, pero no me atreví. No obstante, cuando están fuera, pocos pueden discutir que no hay nada más pesao que un inglés borracho. Es una de las cosas que más me intriga sobre ellos, el conocer en qué momento se transforma un imbécil integral en un educado gentleman con poco gusto para el vestuario y cara de no haber roto un plato en su vida; con casa en un residencial con el jardín detrás y un Jaguar aparcado en un garaje; un impecable césped, casas cubiertas de alfombras, buzón para las cartas en mitad de la puerta de entrada, ventanas que se abren a compás, té a todas horas (no sólo a las cinco que eso es un cuento), patatas fritas hasta en la sopa y, sobre todo una calma admirable y un sentido del humor asombroso, capaz de reírse hasta de la madre que los parió (literalmente). Sólo así puede entenderse que un país haya dado a la historia tanto como ellos. No pretendo ser demasiado original, pero si no existieran habría que inventarlos; no podríamos vivir sin ellos, aunque a veces les retorceríamos el gaznate.

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