Fe en la Resurrección

Una vida eterna y sana, una inmortalidad con la que el hombre siempre soñó para igualarse con los dioses

La resurrección de Jesús, es la piedra angular del cristianismo, como bien le decía San Pablo a los Corintios: «Si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra fe». De hecho tal creencia es el valor esencial de esa y otras religiones, por encima incluso de la doctrina social que la prédica de Cristo fermentó hasta madurar en derechos humanos. Aunque más allá de su designio identificativo del ser o no ser cristiano, el hecho resucitador de Jesús no fue, no es, un dato histórico pacífico ni exento de polémica y según a la fuente a que se acuda, se complica la aparente simplicidad que encierra la idea de resucitar. Para empezar, porque el Nuevo Testamento se limita a decir que «Jesús ha resucitado», sin entrar en más detalles. Así que los demás aspectos del prodigio -la fe lo único que ampara es el hecho-, los alza la hagiografía cristiana sobre dos referentes basilares: la tumba de Jesús vacía y los esporádicos relatos de sus apariciones. El primero de ellos, la tumba vacía, nunca tuvo gran crédito, no ya tanto porque su noticia proviniera de mujeres -que la cultura judía tenía por mentirosas al punto de no poder testificar en juicio-, sino porque había otras explicaciones más lógicas: el propio Mateo especuló con el robo del cadáver como causa de la desaparición. En todo caso no faltan exégetas que ven en la tumba vacía un mero signo metafórico de la Resurrección. Y en cuanto a las apariciones, solo disponemos de un dato fiable: todas fueron esporádicas y no exentas de suspicacias: hasta María Magdalena receló del Jesus resucitado antes de oír su palabra. Aunque lo más escamante es que Jesús sólo se apareciera a creyentes propensos a verle con los ojos de la fe. Acaso porque su cuerpo ya no fuera algo relevante, o porque no reviviera corporizado, como Lázaro o la hija de Jairo -que luego volvieron a morir- sino etéreo e inmortalizado en la vida de Dios. Fue una inmortalidad, pues, cimentada en una fe análoga a la que hoy mueve a ese grupo de ricachones, -del tipo de los que Borges llamó la casta de inmortales-, que no creen que el reto de superar la muerte sea ya utópico para la ciencia moderna, y dedican miles de millones, de los que le sobran, a incentivar ingenierías biotecnológicas y regenerativas, que desentrañen las claves que les garantice, a ellos, claro, una vida eterna y sana, una inmortalidad con la que el hombre siempre soñó para igualarse con los dioses.

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