NO e ra la primera vez que sucedía. Con anterioridad había ocurrido algo parecido, pero ignoro la causa por la que hasta hoy no reparó en ello. Aquellos rostros aparecían en multitud de ocasiones en las páginas de los periódicos de la ciudad.

Siempre estaban en el lugar y a la hora convenida para captar el flash de algún fotógrafo o de alguna cámara de televisión. Aunque mostraban en todo momento su lado más afable, la hipócrita mirada los delataba a todos.

La representación se sucedía una y otra vez, y en la felicidad de sus rostros un gran vacío, un infierno, el abismo, definitivamente.

Aquellos seres que ahora se hacían visibles sobre la mesa del despacho, en las páginas centrales del periódico local -su periódico, el que toda la vida había comprado en el kiosco de prensa de la esquina de su casa, y que leía con fruición cada día- sólo le producían una creciente sensación de desasosiego, de falsedad, de repugnancia.

Pero allí estaban, sonrientes, esperando que las cámaras finalizaran su trabajo, sin prisa, alegres de posar junto a los poetas, políticos y otros personajes de moda. Por qué -se preguntó- son siempre los mismos, y los comparó inmediatamente con los cazadores de recompensas, con las hienas o los lobos, depredadores de primera. No entendía muy bien la actitud de aquellos seres siempre husmeando en la gloria ajena, aprovechándose de las circunstancias para medrar sin el más mínimo rubor y obtener así una apreciable ventaja antes de comenzar la carrera.

En todas las ocasiones, que no fueron pocas a lo largo de los cinco años que duraba ya la aventura, la presencia de aquellos extravagantes personajes-figurines provocó un rechazo en él.

No estaba acostumbrado a tanta parafernalia, su regla fue siempre la discreción y el trabajo continuado, sin desmayo alguno. Todo lo contrario a lo que representaban los figurines.

Una obra escasa y mediocre era el único aval, la garantía con la que se presentaban en sociedad, una sociedad provinciana y pacata.

Él, que había rehuido siempre de los grandes fastos, de las alharacas y de tanto crápula conocido, comprobaba con tristeza que los representantes de la mediocridad y la vileza humana seguían campando a sus anchas, man- chando todo lo que tocaban.

Sobre su mesa, decenas de libros, el ordenador y el periódico local que compra todas las mañanas en el kiosco de prensa de la esquina de su casa, y sus páginas centrales, los figurines.

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