No eran lobos solitarios los de Barcelona. Esta vez los asesinos yihadistas actuaban en manada. Organizados como célula y capaces de preparar durante meses un atentado con explosivos con inequívoca vocación de masacre que no se abortó por la prevención policial ni la delación ciudadana, sino por impericia o negligencia de los propios terroristas. Fue un accidente lo que precipitó el atropello brutal de las Ramblas y el frustrado de Cambrils. Con todo, el peor atentado en territorio español desde el 11-M.

Los expertos más lúcidos nos educan en una idea que cuesta asumir: lo raro no es que el terror de raíz islamista nos ataque, bárbara y deliberadamente indiscriminado, sino que hayamos ganado trece años desde entonces sin haber sido golpeados de nuevo. Trece años en los que no han faltado París y Londres, Hamburgo o Niza. Mucho tienen que ver con esta larga tregua conquistada la eficacia de la seguridad y la Inteligencia del Estado, gestada en la lucha contra ETA y la autocrítica tras el mismo 11-M. Más de setecientos yihadistas detenidos en este tiempo. La pregunta es ¿cuántos atentados se han evitado?

Pero no todos se van a evitar. Porque matar inocentes es lo más fácil del mundo -basta, en realidad, con ser un desalmado comido por el odio-, porque en las sociedades abiertas el acceso a las víctimas está al alcance de cualquiera, porque las nuevas fórmulas de terror requieren un coste escaso y una organización rudimentaria y porque el fanatismo se concede la ventaja de destruir los escrúpulos de conciencia. El fanático no valora la vida humana por sí misma, sino en función de su fe. Y, también, en el caso de España, porque el islamismo radical asocia la crisis perpetua del mundo musulmán a la pérdida de Al Ándalus (¡hace seis siglos!) y, por tanto, su vuelta al paraíso la vincula a la recuperación de la Península Ibérica.

Nos han declarado la guerra, pues. No sólo a nosotros, los cruzados cristianos, invasores y opresores que vivimos en democracia y en sociedades laicas, sino también a todo musulmán que no asuma el islam estrictamente tal y como ellos lo interpretan. De hecho, el 80% de las víctimas de esta guerra santa unilateral yihadista son musulmanas. El peor enemigo es el hereje. El siglo XXI, con la sucesión de atentados por todo el mundo, el Estado Islámico y las guerras allegadas, ha afianzado la convicción de que el terrorismo islamista es un desafío a la humanidad y ha convertido en anecdóticos y pintorescos aquellos planteamientos que trataban de explicar y, a la postre, de justificar que si venían a casa a asesinarnos sería por algo malo que les habíamos hecho. El acomplejamiento ideológico y moral se ha acabado a nivel social, aunque siga bien presente en algunos frikis intelectuales y políticos. Eso hemos ganado.

También ganaremos la guerra. A costa de mucho sufrimiento aún. Con nuevos zarpazos de espanto aún.

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