Palmeros del odio

Un proselitismo infame que por desgracia no siempre es infamia privativa del odiador activo

El odio es una pasión ponzoñosa, un veneno tóxico, a veces mortal, que envilece a quien infecta y al entorno donde se siembre, familiar, laboral, político o patrio: no hay ámbito afectivo, ni religioso ni ideológico, inmune o a salvo de su potencial pervertidor. El odio del que hablo -esa repugnancia violenta hacia algo que no se soporta, como lo define M. Moliner, ha tenido empero una tolerancia inmerecida en nuestra cultura legitimando guerras, destierros e intransigencias de toda ralea. Así que cuando el mundo del derecho se atrevió a estigmatizarlo y penalizar su fomento público a través de los llamados delitos de odio, no lo tuvo fácil. Unos lo aplaudimos, pero muchos otros lo rechazaron recelando de sus efectos represores sobre la libertad de expresión o del derecho de cada cual a tener la emoción anti lo que le plazca, la del odio incluida, ¿por qué no? Y no les faltaría razón, si no fuera porque el delito lo que penaliza no es el odio en sí mismo -allá cada uno con sus miserias anímicas- sino su incitación social, inconciliable con otros principios de igual o superior valor, como es el derecho a la convivencia colectiva con tolerancia y en paz. Es por ello que un estado de derecho debe condenar las ostentaciones de odio, en cualquiera de sus formas trascendentes, y nunca permitir que sea el odiador de turno quien decida cuándo tenga a bien proclamar su descargo o auto exonerarse de responsabilidad ante sus víctimas: su punición o disculpa es un juicio que atañe al conjunto de la sociedad democrática. Ni mucho menos admitir que haga proselitismo de su indigencia moral ya que su pulsión odiadora no es algo ingénito, sino una exaltación, insana, que se enseña y se aprende, como vuelven a poner de relieve en las últimas décadas los adoctrinamientos cavernarios nacionalistas, cuya ideología excluyente y disruptiva se cimenta no tanto en amar lo propio como en repeler lo ajeno. Un proselitismo infame que por desgracia no siempre es infamia privativa del odiador activo, sino que a menudo seduce a los necios o los ladinos de su entorno que, ya por interés ya por un buenismo cegato, se prestan a callar o incluso a interaccionar pusilánimes con los proselitistas prestándole un cierto marchamo de cordura a su odio. Es el caso del Arzobispo de Bolonia y varios políticos del PNV y PSE, exhibiéndose hace poco como palmeros de ETA en su paripé de entrega de armas en Bayona.

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