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Me entristece tanto como me irrita el juego de la competitividad descarnada entre mujeres

Estoy muy hasta el corvejón de oír, casi siempre de bocas femeninas, esa sentencia que nos describe como las más harpías y despiadadas brujas del bosque incapaces de ser felices y satisfechas amigas de mujeres guapas, talentosas y resueltas. Hasta el mismo dobladillo de la minifalda estoy, porque parece que no nos demos cuenta de la peligrosa contribución que hacemos con ello a la desigualdad humana y, casi peor, al deterioro de una autoestima que de por sí, y gracias al universo de la imagen en que vivimos, gracias, se suele encontrar en un estado bastante lamentable. De no ser así, de no ser por una falta de amor propio, en el sentido más literal de la expresión, no veo cómo se puede explicar que a un alguien se le remuevan las entrañas con pinzamientos molestos por atestiguar el logro o la valía de otro alguien. Nos pasamos la vida ofreciendo la faz que queremos mostrar, por la que queremos ser reconocidos y queridos, siempre mirando hacia afuera, siempre reflejados en los espejos circundantes, siempre buscando la aceptación, el cariño o, como mínimo, la cordialidad de los iguales, pero poco o nada nos dedicamos a mirar adentro, a rascar los rincones mugrientos, a trabajar la única relación que nos acompañará al fin de los días hasta llegar a llevarnos bien con nosotros mismos, hasta llegar a estar tan cómodos en nuestra piel que se evapore esa mirada recelosa de otras hermosuras, que sólo suma más malestar a un mundo tan cargado de inquina que el día que explote no nos va a dar tiempo ni a recapitular.

Me entristece tanto como me irrita el juego de la competitividad descarnada entre mujeres sólo por no tener la valentía de acomodarnos al pellejo que nos envuelve y desintegrar de una buena vez la ponzoñosa envidia, uno de los sentimientos más nefastos que la raza haya desarrollado, y hasta refinado. Sin embargo, por ventura, me enorgullece el éxito de las personas a las que aprecio, me alegran sus conquistas humanas, me regocija contemplar la belleza esencial y aparente de mujeres que conozco, y que ni conozco, y que, con más o menos fatiga, caminan el sendero de ser quienes son sorteando miedos y sin dejarse vapulear por la tiranía de ideales falaces. En fin, me congratula tener el privilegio de contar en la vida con mujeres vivaces, agudas y atractivas a las que admirar, por las que presumir y con las que construir puentes en vez de dinamitarlos.

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