Hemos escrito en ocasiones aquí sobre la cansina previsibilidad, y sobre cómo ciertas cuestiones que en apariencia no son nada ideológicas sirven para calar rápido -aunque no con tino asegurado- si somos de derechas y con pecho henchido de orgullo español o de izquierdas y acomplejados por ser eso, español. Marcadores de la bipolaridad patria pueden ser, en lo tocante al deporte, el amor encendido a Rafael Nadal, de un lado, o la admiración por el talante personal del Josep Guardiola de antes de su lucha por los derechos del pueblo catalán "oprimido". Más allá del amor o el odio a los Bardem, también retratan a los polos el rechazo al cine español y el aprecio incondicional a Hollywood, frente a lo contrario. Obvio es identificar a unos y otros en este rancio cliché.

Ahora hay otra figura que, según viene uno percibiendo, suele ser considerado "simpático" por la gente más de derechas de toda la vida, a pesar de ser un prepotente, un peligroso commander in chief, un faltón sin atisbo alguno de respeto y un hortera galáctico. Además, es presidente de los Estados Unidos. "A mí Trump me cae simpático", "¿Pues no que me hace gracia?", "Está majara, pero es un cachondo mental". La atribución de la condición de simpático y gracioso -insondable misterio argumental- suele cursar con la alabanza de los cuerpos de las mujeres de su vida, incluidas esposas e hijas (que no digo yo que no). Un tipo que simboliza a aquellos cuyo éxito económico les aporta una perfecta certidumbre en sus opiniones -aunque sean simples como cubos- y una completa incapacidad de escuchar a nadie. Más un insufrible sucedáneo del sentido del humor que hay que aguantar con jobiana paciencia.

A uno le recuerdan los fans de Trump a los de Berlusconi. Un potentado que entró en política para blindar sus delitos, que ponía cuernecitos en las fotos de líderes mundiales y que también era admirado por su impenitente marcha sexual y su pasión por la química eréctil. Los tifosi de Papi Silvio admiran las mismas cosas que los de Trump: sus paridas de sobrado y su afición al fornicio con titis de primera. En el fondo hay otro motivo en su admiración: que, a unas malas, se pasen la ley y las estructuras legales por el arco. Es el punto autócrata y déspota de Trump -o su torrentiano equivalente español, Jesús Gil- lo que les atrae. Que Trump -qué arte tienes, Donald- sea todo lo contrario de el otro cuyo rechazo mueve su visión de la política. (Otra semana repasaremos amores sospechosos hacia otros personajes siniestros, o sea, de izquierdas.)

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