ERA maestra, hija de maestros, y tenía 26 años. Le gustaba su trabajo, lo hacía con entusiasmo y de momento no había pensado en cambiarlo por otro. Conocía a sus alumnos, y también conocía a sus padres, y sabía cuáles eran sus gustos y aficiones, y lo que hacían cuando salían del colegio, y cuáles eran sus deficiencias y sus problemas y sus inquietudes. Mientras me enseñaba el colegio, en un pequeño pueblo de la sierra norte, vi con qué orgullo hacía lo que ella consideraba su deber. Llamaba la atención a los chicos que fumaban en el patio, apagaba luces, cerraba puertas, ordenaba carpetas en las estanterías. El colegio, en cierta forma, era su casa. Y ella sabía que tenía que vivir en aquella casa durante mucho tiempo. Con 26 años, tenía que pasar cuarenta años más allí dentro.

Y eso la llenaba de temor. Repito que estaba orgullosa de su trabajo, y que no quería cambiarlo por ningún otro, pero estaba harta de que sus alumnos le dijeran que preferían trabajar en el campo para ganar un jornal, por pequeño que fuera, antes que perder el tiempo estudiando cosas que no les interesaban. Y ella, esta joven maestra hija de maestros, se indignaba porque sus alumnos no ponían ningún interés ni valoraban lo que tenían: un colegio nuevo, buenas instalaciones, un profesorado joven y bien preparado, la biblioteca, todo aquello. Pero nada de eso les servía de nada. Los alumnos bostezaban, se desentendían o se quedaban dormidos. Y siempre que ella les preguntaba por qué se mostraban tan apáticos, ellos le respondían que no les gustaba perder el tiempo. Y no perder el tiempo, para ellos, significaba trabajar con sus padres en el campo y ganar algún dinero. No mucho, quizá, pero el suficiente para sus gastos de móvil y ropa.

Mientras hablaba con aquella maestra, calculé cuántas maestras como ella habría en Andalucía, maestras preparadas y entusiastas, pero también desalentadas y frustradas y casi desesperadas. Nada de lo que hacían interesaba a sus alumnos, o sólo a un grupo muy reducido, y los demás bostezaban o reían o dormitaban, repitiendo que estarían mejor en el campo. Y me pregunté si las ministras y las consejeras de Educación habían hablado alguna vez con maestras así, maestras jóvenes que creían en su profesión, pero que cada día se sentían más frustradas y más desamparadas. "Los alumnos no nos echan cuentas, y los padres no quieren saber nada, y si tenemos algún problema con sus hijos porque fuman y tenemos que llamarles la atención, en vez de darnos la razón se la dan a sus hijos y nos amenazan con denunciarnos. Y un día, y otro, y otro más". Y entonces la maestra suspiró: "Y si esto es así, ¿cómo será dentro de diez años? Porque yo sólo tengo 26". Y luego se despidió y volvió a entrar en el colegio.

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