SEÑALABAN algunos que en el pasado debate de investidura en realidad concurrían dos candidatos: uno, el obvio, procuraba su proclamación como presidente del Gobierno de España; el otro, que empieza a sufrir un creciente problema de cohesión interna, intentaba su consolidación como líder del principal partido de la oposición. Comparto dicho criterio y, aunque la importancia de ambos propósitos no es equiparable, me parece que esa circunstancia justifica bien la forma y el fondo de lo que fueron sus intervenciones.

Rodríguez Zapatero sabía -y sabe- que su actual posición política no es fácil. Y no lo es, entre otras razones, porque una parte considerable de los apoyos que le han llevado a la victoria electoral proceden de caladeros nacionalistas, colocándole en el compromiso de aparecer como garante de la unidad esencial del Estado y, al tiempo, de eternas aspiraciones centrífugas. No es casualidad, por tanto, que, en su discurso inicial, el hilo conductor fuera su idea de España, ni tampoco que, en sus sucesivas respuestas a los diferentes portavoces, tal idea central fuera encontrando tantos matices y tantas excepciones como para dejarla finalmente irreconocible. Esa contradicción de origen explica igualmente su peculiar percepción de la lucha contraterrorista: ofrece hoy, sin asomo de autocrítica, un pacto de Estado (que paradójicamente ya existió y él ignoró) para lograr el fin del horror; pero lo abre al imposible consenso de formaciones que comparten objetivos políticos con la banda. Del mismo mal y de la misma improbabilidad adolece el sugerido pacto en materia de financiación autonómica. No tiene, en fin, las manos libres para diseñar medidas económicas unitarias y eficaces (porque de nuevo podrían molestar en ciertos territorios), ni puede, por la misma causa, propiciar más que una reforma epidérmica de la justicia. Su intervención, así condicionada, pasó de puntillas sobre casi todos los grandes retos que nos esperan.

Rajoy, por su parte, hablaba para un público bastante más selecto. Su discurso ad intra debía ser lo suficientemente difuso como para contentar a las diversas sensibilidades que pugnan por el gobierno del partido. Pero esta vez su proverbial galleguismo no le alcanzó. A fuerza de no importunar, naufragó, a mi juicio, en la indefinición. Otro que ha de vigilar demasiadas puertas y que puede acabar no defendiendo ninguna.

Al cabo, del debate me quedo con el tono y con esa vaga disposición a llegar a acuerdos entre las dos grandes fuerzas. Quizá no tanto como una exigencia que deriva de la búsqueda del interés nacional, sino, principalmente, como el mejor alivio -algo es algo- que el uno y el otro pueden encontrar a las tensiones inevitables que, en un futuro inmediato, ambos tendrán que soportar.

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