La tribuna

Marín Bello Crespo

La cumbre de Bucarest

Transcurridos unos días tras la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la OTAN celebrada en Bucarest entre los días 2 y 4 de abril, el primer hecho a destacar es la excelente salud de la veterana organización, que cumplirá sesenta años en 2009, en circunstancias bien distintas de las imperantes en el mundo en 1949, cuando los Estados Unidos, Canadá, y un grupo de países europeos más que inquietos por la creciente presión soviética sobre una Europa Occidental devastada firmaron, el 4 de abril de ese año, el Tratado de Washington, por el que se establecían los cimientos de la creación de la Organización del Atlántico Norte, amparada por el paraguas nuclear norteamericano.

El espíritu de un Tratado basado en la constitución de una comunidad de defensa y seguridad compartidas -plena soberanía de los países miembros y adopción de decisiones colectivas sobre la base del consenso- ha salvaguardado la Alianza tanto en los más difíciles momentos de la guerra fría como en los que siguieron al derrumbe de la Unión Soviética, en los que parecía que se había quedado sin enemigo y, por tanto, sin sustancia. Pero es evidente que ese espíritu mantiene todo su vigor, y la prueba de ello son los resultados de algunos de los puntos de la agenda tratados en la cumbre, y el conjunto de las decisiones adoptadas. Me referiré a varios de ellos: el anuncio del presidente Sarkozy sobre el próximo retorno de Francia a la estructura militar; el acuerdo referente a la continuación de la presencia de la OTAN en Afganistán y Kosovo; la invitación a Albania y Croacia para que se integren como miembros de pleno derecho; el aplazamiento de la invitación a Macedonia; la no invitación, por el momento, a Ucrania y Georgia y, por último, la importante presencia del presidente Putin en la reunión.

En 1966, un De Gaulle celoso de la independencia de Francia decidió la salida de su país de la estructura militar de la OTAN, permaneciendo sin embargo en la estructura política. La decisión, tanto más espectacular por el peso específico galo, significó una importante pérdida de influencia francesa en el seno de la Alianza, y la privó de estar presente en importantes comités y en la toma de decisiones del más alto nivel. La vuelta a la estructura militar significa el fin de un largo autoaislamiento y la constatación de que la OTAN es el auténtico foro mundial de decisión y fuera de ella, aunque sea parcialmente, solo existe la tiniebla política.

La continuidad de las actividades "a la carta" en Afganistán -unos combaten y otros reconstruyen- es la prueba palpable de que cada uno ejerce su soberanía política dentro de un marco común, con responsabilidades compartidas y mando único. El compromiso compartido sin fisuras corrobora las palabras de Bush indicando que los mayores enemigos de la Alianza son, en la actualidad, Al Qaeda y el terrorismo islámico.

La invitación a Albania y Croacia se enmarca como la última etapa del largo proceso de integración -político, económico y social- que debe seguirse hasta conseguir la plenitud como socio. Ambas han hecho un largo meritoriaje, ahora reconocido, en su afán de acogerse -como es el deseo de otros muchos- no a una estructura militar ofensiva, sino a una organización que salvaguarda su seguridad y los derechos y libertades recién adquiridos.

Lo mismo cabe decir de Macedonia, que no es nombrada por su nombre en ningún documento oficial de la Alianza -se la denomina FYROM, es decir, antigua república yugoslava de Macedonia, en inglés- y este es un asunto a discutir con Grecia, que no está dispuesta a que ningún estado tenga el mismo nombre que una de sus regiones, amén de otros puntos de carácter histórico a solucionar. El consenso es el consenso, y sin Grecia no hay OTAN. En este punto cabe decir que uno de los mayores éxitos, si no el mayor, de la OTAN ha sido eliminar de los contenciosos entre sus miembros la menor posibilidad de que degeneraran en conflictos bélicos. Baste como ejemplo la cuestión greco-turca sobre Chipre.

Ucrania y Georgia son dos asuntos graves, y en la decisión de posponer su posible ingreso se ha podido constatar el creciente peso específico del pilar europeo de la Alianza, opuesto en este caso a la intención del presidente Bush, que ha cedido en este punto. Otra victoria del consenso, y otra muestra de la voluntad común de preservar, por encima de todas las cosas, el llamado "lazo trasatlántico", verdadera columna vertebral de esta singular comunidad euroamericana.

A partir de ahí, cobra mayor importancia la presencia de Putin en Bucarest, que es de suponer no se habría producido de no conocer previamente la decisión a adoptar en esta cuestión. La visita supone la irrupción de una bocanada de aire fresco en el ambiente enrarecido creado por la cuestión de Kosovo y presagia, al menos, que Rusia será tenida en cuenta en el futuro en la toma de decisiones del club atlántico. No es mala señal; ya veremos.

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