El tránsito

Eduardo Jordá

La 'friquicracia'

EN su momento, a mí también me hacían gracia los friquis. Está muy bien eso de casarse en Las Vegas disfrazado de Elvis Presley. Pero conviene recordar que la edad mental de un friqui nunca supera los quince años. El friqui no es tonto, desde luego, aunque también es caprichoso y maniático. En vez de controlar sus rarezas, como hacemos todos los que compartimos una casa o una oficina, el friqui vive para exteriorizarlas. Y en vez de aprender a dominar nuestra tendencia innata a hacer el ridículo, al mismo tiempo que aprendemos a tolerar el ridículo involuntario de los demás -que es lo que solemos hacer los adultos-, el friqui vive con el único deseo de hacer el ridículo ante los demás. Ahí tenemos al gran Rodolfo Chikilicuatre.

Los friquis suelen caer muy mal a las señoras que escuchan la COPE enarbolando una bandera de España (las hay), pero eso no significa que los friquis sean unos simpáticos personajes antisistema, como suele considerarlos nuestra izquierda, o más bien esa ideología volátil que ahora ocupa el espacio de la izquierda. Detrás de toda estética se esconde una ética, y la ética del friqui, por llamarla de alguna manera, no es una garantía de humor y de rebeldía social, sino más bien de todo lo contrario. El friqui, como cualquier adolescente, es un ególatra que se toma muy en serio. Su mundo es el mundo virtual de los dibujos animados y de Star Trek, no el mundo real donde la gente come y muere y grita de dolor. La vida de verdad, con sus emociones y sus desengaños, le da miedo porque no la entiende ni la quiere entender. Y si lo que ocurre al lado de su casa le importa un pimiento, es imposible que sienta nada por la tragedia del África subsahariana o por la explotación de los inmigrantes ilegales. El friqui, además, es consumista y quisquilloso. Su memoria -como la de todos los adolescentes- es muy corta y no va más allá de la pantalla del televisor. Lo que no está en You Tube, no existe para él. Kant, la Revolución Francesa, incluso la II Guerra Mundial, son temas que le aburren. Y tampoco van con él la responsabilidad cívica ni el orgullo del trabajo bien hecho, esos extraños impulsos que evitan que un policía se deje sobornar, o que un maestro se desentienda de sus alumnos, o que un médico se olvide de sus pacientes.

Puede que ahora los friquis nos parezcan divertidos. Pero llegará un día en que aparezca por aquí un Berlusconi (o un Berluscónez) que prometerá ordenadores portátiles y camisetas de Bart Simpson para todo el mundo, además de mano dura contra los inmigrantes y subvenciones a las patatas fritas con sabor a beicon. Y ese día, los friquis correrán encantados a votarle, sobre todo si pueden hacerlo desde casa, para no cansarse demasiado. Al tiempo.

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