La gracia de rafael

Convertía en una suerte de experimentación o más bien en juego el acto de crear porque no dejó de ser un niño

Arafael le gustaba contar chistes. Su peculiar sentido del humor, que escondía una finísima ironía bajo su apariencia de ingenuidad, convertía en memorables muchas reuniones con los amigos. Pero la verdadera gracia de Rafael era otra. Estaba dotado de un talento espontáneo para la aventura plástica, para el juego estético de las formas, de la línea y del color. Un don innato, un precioso regalo, que él supo aprovechar felizmente para deleite de los degustadores de arte pictórico. Rafael había nacido con una natural facilidad para el hallazgo de la belleza. Puesto en trance creativo, en cualquier tesitura o situación que no necesitaba de protocolos o concentraciones, era capaz siempre de hacer surgir el ritmo exacto, la línea justa, el color adecuado o el equilibrio compositivo general con genial ocurrencia, verdaderamente interesante. Daba igual que fuese un dibujo, un óleo o un grabado; funcionaba con análoga gracia tanto en la línea como en la mancha. Esa facilidad apabullante para el desvelamiento de la forma, como algo que fluye de forma elemental, escondía una sabiduría auténtica y profundísima para el alumbramiento de las imágenes. Rafael convertía en una suerte de experimentación o más bien en juego el acto de crear porque, en el fondo, no dejó nunca de ser un niño, con su pureza y autenticidad, sin el menor rastro de impostura. Todos los niños, hasta que su entorno empieza a desviarlos, poseen ese instinto natural para la gracia de lo estético, como los pintores de las tribus o los salvajes menos contaminados de civilización. En este sentido, siempre he establecido en mis esquemas mentales una conexión de Rafael con Pedro Gilabert, nuestro esencial escultor almanzoreño. Se daba en ambos esa total incontaminación, esa beatífica pureza ajena a cualquier intelectualización del hecho artístico. Por eso me choca, y mucho, que todavía sigan insistiendo algunos en buscar influencias cuando, por medio de disertaciones pretendidamente doctas o aventajadas, se ocupan de la obra de artistas que pertenecen a esta familia de bendecidos por la gracia de lo plástico. Ni Rafael Gadea ni Pedro Gilabert necesitan ser comparados con ningún famoso prócer para mostrar su grandeza. La autenticidad de sus creaciones muestra la verdad más pura del arte, entendida como revelación.

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