LA deficiencia verbal no se trasluce tanto al intentar elaborar en mensaje constructivo, que es la menor de las veces, o un elogio sino precisamente cuando de descalificaciones se trata.

Si entre lo pensado y lo dicho no media el filtro de la cortesía el resultado es un exabrupto. Cuando se insulta a un representante político el insulto tiene efecto multiplicador hacia todos sus votantes a los que se les debe cumplido respeto.

Pero hoy cada improperio se ha convertido en una medalla y empiezo a tener la extraña impresión que insultar hoy a un cargo público hasta puede ser una señal de buen gobierno. "La rabia -escribía Manuel Vicent- hay que administrarla en voz baja, como sucede con las blasfemias anglosajonas".

King Kong, por ejemplo, se apaleaba el pecho cuando creía que le iban a birlar a la novia.

Para aquietarme he empezado a releer con cierta nostalgia textos de los políticos de la Segunda República y su parlamentarismo que hacía de cualquier retórica, también la del insulto, un ejercicio de elegancia tal que hasta el insultado podía enorgullecerse de la descalificación que propiciada.

El insulto, la palabra soez, están devaluados desde que Camilo José Cela perdió la cuenta de las denominaciones varias que el castellano da a las prostitutas y desde que las declaraciones políticas, ruedas de prensa y ciudadanos adscritos a un partido lanzan insultos hacia el otro con lenguaje de late-night televisivo.

El buen gusto insultador, con la misma capacidad lesiva que categoría sintáctica, del que están llenas las Letras españolas, se convierte en vulgaridad de palabras sin más intención que el de la ofensa cuando sale de ciertos paladares.

La descalificación no puede ser un programa ni el insulto un argumento, pero lamentablemente suele ser la tónica de la agenda de ciertos políticos de esta ciudad y de todas las ciudades.

Ya no se saben hacer sátiras elegantes ni sabios desprecios. Las ruedas de prensa, las tertulias, las asambleas de los partidos, los bares y el micrófono abierto son el lugar de desahogo del interiorizado odio mutuo de algunos políticos y militantes de unos partidos contra otros y éstos entre sí, de los que los ciudadanos no participan ni les atraen, pero entre cuyos dardos y saetas se encuentran.

A la sombra del insulto, cada vez con más perplejidad, transcurre lánguidamente la vida política de esta ciudad, donde cada insulto que se emite es un lamparón y una arruga más a la democracia. ¿Cuándo será que la política ponga a secar sus vísceras al sol y la calumnia, una vez más, se disuelva en la historia?

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