El juez indolente

Nada que ver con aquel otro modelo de juez al que las Partidas exhortaban a catar la verdad en cada pleito

Ya lo percibió la sabiduría popular: ojos que no ven, corazón que no siente. Y lo razonó cada vez que vino a cuento Murillo Ferrol: es que el hombre es animal de cercanías. Así que por marcación ingénita, supongo, lo lejano apenas nos afecta, aunque olvidamos que cuando el humano se vuelve insensible, extravía su humanidad. Quizá hayan oído hablar de Milgram y su experimento sociológico con el que analizó y pulso en solfa, allá por los sesenta, la maleabilidad de las conciencias y su expresión genuina, las conductas, cuando a un sujeto se le permite mitigar su responsabilidad en la obediencia debida a la autoridad -ya sea ésta legal, política, moral o militar-, advirtiendo sobre la gran capacidad que oculta una persona normal y corriente de hacer daño a otros cuando asume que está acatando órdenes y por tanto, no se replantea los efectos de su obediencia. Sus estudios mostraron que casi cualquier hijo de vecino es capaz de generar grandes males a sus congéneres sin escrúpulo alguno, si media la oportuna orden superior. Y además, que la mayoría de las conciencias dejan de operar y hasta de ser sensibles al dolor ajeno, en porcentaje inversamente proporcional a la lejanía y ajeneidad con la víctima. De hecho el nazismo y otras barbaries modernas se han explicado sólo desde aquella peculiar banalidad con que se percibe el mal ajeno, en un ámbito jerarquizado. Aserto que sin necesidad de acudir a tales tremendismos, también podemos apreciar en experiencias más cotidianas, a la hora de entender, y explicar, ciertos talantes y decisiones de poderes muy estructurados, como es el judicial, en cuyo ámbito conviven héroes vocacionales con ese otro juez indolente, alienado con la informática del prontuario e insensible a lo que juzga. Que será buena gente, seguro, pero a la vez capaz de dictar, displicente él, resoluciones que inciden, acaso nefastamente, en la vida o la hacienda de los justiciables con una frivolidad analítica, una trivialidad argumentativa y un mecanicismo recetario -tributario del axioma summum ius summa iniuria- que espanta a cualquier operador sensible que transite por el vía crucis de suplicar justicia. Nada que ver con aquel otro modelo de juez al que las Partidas (P. III, L.XI) exhortaban a catar la verdad en cada pleito sobre cualquier otra cosa de este mundo y a ser acucioso en conocerla de cuantas maneras pudiere. Debería preocuparnos lo que se siembra.

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