En la lucha

La tan celebrada mentalidad competitiva -o ganadora- no implica que la rivalidad sea siempre sana

Han montado los del banco una exposición sobre el concepto que los griegos llamaron agón y la propia diversidad de las piezas que la componen, entre las que no podía faltar una imagen de Nike, la diosa alada de la victoria, refleja la amplitud de matices asociados a una palabra que dependiendo del contexto quiere decir disputa, conflicto, combate físico o dialéctico o competición de cualquier clase. Nacida de una comunidad aristocrática que ensalzaba el valor y la fuerza en la batalla como las virtudes por excelencia, la idea se extendió del ámbito de la guerra al de los certámenes atléticos -los famosos Juegos eran agones- o más tarde al de las discusiones políticas e intelectuales y también, de forma característica, al terreno de las artes donde los músicos, los poetas o los autores teatrales se medían en periódicos desafíos. Los propios dioses no eran ajenos a esta pasión, definida como espíritu o moral agonal, y se enzarzaban entre ellos o con los mortales de por medio en permanentes duelos y querellas. El significado fue variando o ampliándose, pero nunca dejó de aludir al deseo de gloria, de dejar huella entre los contemporáneos o sobre todo de perdurar en la memoria de las generaciones.

Hablan hoy de agonismo los teóricos de la izquierda posmarxista que describen, rechazando los acuerdos de la tradición liberal, un panorama de bloques enfrentados por la hegemonía. En muy otro sentido Ortega, defensor del papel histórico de las élites, especuló en páginas pintorescas sobre el origen deportivo del Estado. Ni entonces ni ahora los debates de las asambleas se distinguen en todos los casos por el juego limpio, pero se ha impuesto un vocabulario beligerante que remeda el de los hinchas o las estrellas del deporte, entre quienes hay individuos ejemplares y otros que no dejan de ser, igual que sus imitadores, más que egómanos descerebrados. La tan celebrada mentalidad competitiva -o ganadora, como dicen los entrenadores y los evangelistas de la subcultura de empresa- no implica que la rivalidad sea siempre sana, como se deduce de la frase hecha, y en realidad, a juzgar por los efectos nocivos que provoca en algunos contendientes, parecería que tiene también una cualidad morbosa. Ni el esfuerzo ni la misma virtud, que lo es por estar desprovista de sesgo utilitario, llevan necesariamente aparejados una recompensa. En la práctica no siempre vencen los mejores ni ganar, salvo para quienes sólo aspiran a verse coronados, puede ser un fin en sí mismo. Cabe que no sea la expectativa de los laureles la que nos incite a seguir en la lucha.

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