Las musas robóticas

A base de algoritmos generan obras plásticas, sonoras, esculturales o poéticas, no importa lo que le pida

El arte siempre representó la belleza, la euritmia, el genio creador de un iluminado que atizaba la perplejidad del espectador ante la exquisitez estética. Una belleza con potencial transformador que invitaba a cavilar sobre las mitologías vitales y honraba el factor más identitario de la especie: que sólo un ser humano armonizaba la 9ª sinfonía o pinta a Mona Lisa. Hasta que un par de siglos atrás se puso también de moda lo feo, lo extravagante, en una cultura de lo sublime que exaltó, más allá de lo bello, la creación que estremeciera el ánimo, por informe o terrible que fuera. Una vulgarización de lo sorpresivo que alentó la promiscua masificación de artistas orgánicos, en un mercado tan ferial como huero. Aunque lo más insólito llega hoy con las musas robóticas que a base de algoritmos generan obras plásticas, sonoras, esculturales o poéticas, no importa lo que le pida, indistinguibles de cualquier otra genial composición humana. Que usan programas para secuenciar el arte clásico, despiezando sus notas, sus trazos y colores, sus formas, palabras o rimas, para luego reubicarlos y crear otros productos análogos, no tanto en su contenido como en su prodigiosa expresividad. Vean el caso de D. Cope que desentrañó cientos de corales de Bach y las reordenó algorítmicamente para generar luego miles de nuevas corales que no hay maestro que distinga si son del músico o de su ordenador. O el malagueño programa Iamus que compone sinfonías que interpreta hasta la Orquesta de Londres. Vean las editoriales que robotizando las elocuencias y la métrica de los Borges, Rilkes o Lorcas del mundo, los recombinan en textos tan elegantes que suscribiría cualquier poeta, a pesar de su inorgánica cuna. E igual vértigo suscita la pintura digital que ya no usa pincel sino el ratón informático y pinta, sin oleos, no solo líneas como las de Mondrian sino cualquier estilo, a fuer de matematizar lo figurativo, lo realista o abstracto y materializarlo con polímeros vía impresoras 3D.

Un arte de consumir y tirar porque brinda apariencia sensible, sí, pero solo eso, ya que parece castrado para crear ideales trascendentes. Lo que no impide que apabulle su potencial para comprimir nuestra imaginación y emotividad hormonal en otro algoritmo más, manipulable por duchos programadores. Acaso porque era eso lo que somos, sin saberlo. Lo que explicaría, por cierto, lo del voto a Trump, que es a lo que iba.

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