Un número. Sólo eso. Y una sentencia inapelable aparejada a cada número: la muerte. El régimen nazi alcanzó las más altas cuotas de sublimación de la crueldad.

No sólo por su perfecta maquinaria de exterminio en campos creados como fábricas para matar, sino por la propia concepción de esos campos: despojar de inmediato a quien era internado allí de su condición como persona, para convertirlo sólo en un número destinado a esfumarse en una columna de humo. El delirio de la cosificación. Pero el plan no triunfó. Porque, aunque cientos de miles de personas fueron asesinadas en los campos de exterminio nazi, otros, para fortuna de la Humanidad, lograron sobrevivir. Desde ese momento, la palabra se impuso al número y se convirtió en el más noble ejercicio de vindicación.

90.009 es el número con el que los nazis marcaron a un almeriense que franqueó las puertas del infierno de Mauthausen. Ese almeriense se llamaba Antonio Muñoz Zamora y, como cientos de supervivientes, transformó las cifras en palabras. Devolvió con ella la dignidad a los asesinados sin derecho a la identidad y entró a los más jóvenes su mensaje de honestidad.

Fueron unos 260 los almerienses deportados a Mauthausen. Más de 140 no salieron con vida para contarlo. A los supervivientes, Antonio Muñoz o Joaquín Masegosa, entre otros muchos, les debemos la valentía de su testimonio. Un testimonio que, lejos de nostalgias, debería alertarnos ante el futuro. Porque, como dijo un día Muñoz Molina ... Pasan los años, desaparecen los testigos, las heridas cicatrizan o se olvidan, pero el testimonio de los que lucharon y sobrevivieron sigue siendo imprescindible.

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