República de las Letras

Los paraísos perdidos

El Barrio Alto funcionaba entonces como un pueblo en virtud del aislamiento con el resto de la ciudad

Todas las primaveras una golondrina volaba rasante, arriba y abajo, por mi calleja. Sentada en su silla baja a la puerta de casa las tardes de primavera y verano, con su lata de los hilos, su dedal de plata y su huevo de madera, su acerico y sus tijeras, mi madre cosía tranquila mi ropilla o zurcía mis calcetines mientras yo, sentado a su lado, merendaba mi acostumbrado pan con aceite y azúcar observando cómo aquella golondrina leve pasaba arriba y abajo, a un palmo apenas del suelo, incansable. La tarde, entretanto, caía poco a poco. Aquel pajarillo negro, con su baberito blanquiamarillo, era para mí el símbolo de la placidez de las tardes de primavera y de la sencillez de la vida junto a mi madre. De mi infancia: ¡cuántos años de inocencia! Pan con aceite y azúcar era la cantinela de las seis de la tarde. Lo único que a aquella hora, de más concentración en el juego -los petos, las chapas, los trompos…-, me arrancaba de la calle y me recogía en casa -bueno, eso y la tarea de la escuela-. Un pan con aceite y azúcar era el mejor manjar, aunque las meriendas a veces se diversificaran en pan con chocolate Lloret o Nogueroles. O con mantequilla. O quizá con sobrasada. O, mucho mejor, con salchichón Rulfo acompañado de una gaseosa Fortaleza o Revoltosa. Habían pasado los años del hambre y ya no nos enviaban los americanos su maravillosa leche en polvo, aunque aún quedara mucha miseria en aquel barrio pobre de siempre.

El Barrio Alto funcionaba entonces como un pueblo en virtud del aislamiento del resto de la ciudad que le procuraban las dos Ramblas, de Belén y Amatisteros. Pero en su seno albergaba una serie de enclaves que fueron vitales para el desarrollo de la infancia de los chavales barrialteros y que conferían a los vecinos de la zona un carácter y un estilo propios de entender la vida y de convivir: la Iglesia de San José, en El Centimillo, el Hogar José Antonio, el Parque de Bomberos diseñado por Guillermo Langle en los años veinte, el Reformatorio de Menores, la Escuela de Párvulos Ramón y Cajal, los Depósitos de Agua Municipales, la Huerta de don Leopoldo… Fueron mis paraísos perdidos, como lo fue el mismo Barrio Alto para los niños y jóvenes que en sus callejas vivimos, jugamos y crecimos inocentes y libres, cuando no teníamos pasado y el futuro, sencillamente, no existía. Y siempre, siempre, aquella golondrina etérea, calleja arriba, calleja abajo…

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