El precio de la vida

Alimentamos a nuestros lobos interiores sin darnos cuenta que nunca se sacian. Que ellos son así. Quieren más.

Hoy este artículo no va a hablar de la complicidad emocional de una persona en concreto. Nunca me han gustado los asesinos ni tampoco los saqueadores. Hablo desde la coherencia más absoluta, desde aquella que dicta que la muerte es un acto solemne al que el dolor no acepta invitados de excepción. Hemos creado una colectividad enfermiza, sin valores, atada la superficialidad y al discurso de lo obvio. Se ha abierto paso a una intelectualidad de oídas, poco informada, con muy poca experiencia vital y con un acceso a la información que si bien retrata la imagen deformada del conocimiento, presenta una realidad abrumada por el ruido informativo que colapsa al individuo. Desarmándolo, haciéndolo más manejable. Más hueco. Más predecible. Michel Houellebecq, en Las partículas elementales, dice: "Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos mantener una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón. Por mucho valor, sangre fría y humor que uno acumule a lo largo de su vida, siempre acabará con el corazón destrozado. Y entonces uno deja de reírse. A fin de cuentas ya sólo quedan la soledad, el frío y el silencio. A fin de cuentas, sólo queda la muerte". Como siempre, la red nos ha dejado la parte más esperpéntica, esa España que siempre blandió Don Ramón Gómez de la Serna, en este caso, sobre la muerte y el sufrimiento. Del dolor pasamos a la mofa, al chiste fácil sin tapujos. Es lo bueno que tiene el anonimato. La posibilidad de exponerse de perfil y crear una imagen deformada del ser humano al servicio de los intereses personales, que no son otros que simplemente caer bien o reafirmarse en esa parte del grupo que anhelamos, que siempre quisimos ser y nunca pertenecimos. Hemos dado pie a una sociedad consentida que, despojada de todos sus privilegios, se ha transformado en seres acomplejados, con un alto nivel de prejuicios, con muy poca autoestima e inseguros -recordad: hace poco han perdido su burbuja de confort y ahora les toca vivir la realidad-. Una sociedad que no ha entendido que, ni siquiera, mi enemigo más íntimo se merece la deshonra. Así es como se gesta el odio, la sinrazón. Alimentamos a nuestros lobos interiores sin darnos cuenta que nunca se sacian. Que ellos son así. Quieren más. Y sólo el ínfimo y fino olor de la carne fresca es capaz de abrir su apetito insaciable y su instinto animal. Ni siquiera mi peor enemigo merece burla sobre su tumba. Porque para odiar, hay que saber amar.

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