A propósito de Jesús Alcocer

Sé que no somos dueños por completo de nuestros miedos, por lo que éstos no son siempre fáciles de atajar

Las madrugadas de abril en una ciudad brumosa como Pamplona suelen ser frías, y aquella no lo era menos. Las luces de la mañana brillaban sobre la piedra bruñida del mercado, mientras los primeros clientes se acercaban a las tiendas antes de que se hubieran levantado las persianas. Junto a los puestos, aún se apilaban banastas de verduras, espuertas y cajas, mientras los mozos se afanaban en colocar el producto en los expositores. Las verduras y la fruta de temporada bien ordenada encima de los mostradores regalan una estampa de colorido espectacular a lo largo de los espaciosos corredores del mercado. El olor intenso de las especias flota en el ambiente enredándose con el de las conservas y la colonia a granel que alguien ha utilizado después de afeitarse. Puede oírse el tintineo de las cucharillas cuando rozan las tazas en la que humea el café caliente, cortado con unas gotas de leche templada. Entre el movimiento de la gente, que camina apresurada, tirando de los carros de la compra, campea un silencio casi sepulcral.

Junto a la entrada, tendido en el suelo, cubierto con una desabrida sábana de coche, yace el cuerpo del comandante del ejército de tierra, ya retirado, don Jesús Alcocer Jiménez, apenas velado por algún policía local. Tras el susto de las dos primeras detonaciones, que generó alguna que otra carrera desbocada, todo se ha vuelto a quedar en calma y el personal vuelve a sus quehaceres. No hay gritos, no hay protesta, si acaso alguna que otra mirada ladeada al hombre que yace tumbado, sobre una mancha de sangre disimulada bajo el trapo.

Así fue. Hasta que el juez levantó el cadáver, el viejo comandante se encontró muy solo, al igual, imagino, que el cabo primero, don Tomás Palacín Pellejero, y el policía nacional don Juan José Visiedo Calero, abatidos después con la detonación de quince quilos de Goma 2 que los terroristas habían dejado en el Renault 18 con el que habían escapado. Mutilados, decapitados, sus restos esparcidos en cien metros a la redonda. Hay en la memoria un cierto ejercicio de honradez. Un reconocimiento a tanto silencio. Sé que no somos dueños por completo de nuestros miedos, por lo que éstos no son siempre fáciles de atajar. Y además no soy yo quien para ajustarle las cuentas a nadie. Pero ahora que por fin se han acallado las armas, creo llegado el momento de rendir este pequeño tributo a quienes tanto tiempo hemos olvidado.

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