A propósito de olores

Todo regresa. Y con el colegio, vuelve el olor de las magdalenas recién horneadas de mi madre

Hace tiempo que descubrí en los olores un primitivo motor que da impulso a las emociones, un estímulo invisible que nos transporta por arte de ensalmo a lugares remotos en los que se encuentran exilados los recuerdos más recónditos. Un perfume intuido a lo lejos, mientras se aguanta el paso, el olor de la hierba nueva, el aroma que de vez en vez rebosa del horno del obrador, el tacto de la piel que se acaricia por un simple descuido, la canela y el azahar agrio o el de la madera con regusto a tabaco… Esta vez ha sido el olor de la tinta impresa de un libro nuevo de Mario. Desplegado en las palmas de mis manos, acariciando la yema de los dedos, obligándome a repasar con la vista sus renglones perfectamente alineados, sus párrafos proporcionados de letra menuda y cursiva. Como por un reflejo, atraído por el olor que desprende el papel, he hundido las narices entre sus páginas, y basta con cerrar los ojos para sumergirme en un aula de techos rasos, en los que se dibuja la huella de una humedad, en su ambiente denso, con cuarenta y dos pupitres verdes ordenados en hileras de diez o doce, el mío desportillado y decorado con filigranas boligrafiadas de azul, presidida por una gran pizarra sostenida por un marco metálico atornillado al muro, junto a la que cuelgan de una alcayata una escuadra y un compás de madera manchado de tiza. El crucifijo de la pared, siempre torcido, mi profesora de la infancia, prematuramente envejecida, los amigos que aún conservo y los que se perdieron en el camino, el pasamanos sobado bajo el que grabé una declaración eterna y las confidencias que en voz baja robé en el descansillo de una escalera… Todo regresa. Y con el colegio, vuelve el olor de las magdalenas recién horneadas de mi madre, el sabor dulce de la yema de mis dedos al repasar los bordes de los platos de arroz con leche, el olor fuerte de los abrazos de mi padre cuando volvía a oscuras rendido de trabajar en el tejar, mi habitación de la calle Parada, el revoloteo de las aludas que dormían bajo mi cama, incubadas en una caja de madera envuelta en una manta, y el olor ácido de las hojas del higuerón que flotaban en el agua de una alberca de piedra, junto a las ovas que emergen ingrávidas desde el fondo para resbalar por los aliviaderos. Y de fondo Bailén, que poco a poco se esconde tras un penacho de humo que, como la estela de un avión, divide el cielo de parte a parte.

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