A una rotonda

Si hay un atasco es que al principio del mismo hay un guardia urbano con un pito, le dijeron al político

Hay un dilema que corroe a cualquier urbanita que maneja un automóvil, es decir, a cualquier urbanita: qué es peor, el cruce semafórico o la rotonda. Todos los urbanitas automovilizados, es decir, todos los urbanitas, sufren, en cualquier ciudad y ahora ya, en cualquier pueblo, barrio o aldea la avenida grata de ese engendro preciado que es la rotonda. Antes nunca las hubo y había atascos, razona el político, hagamos rotondas y no los habrá, concluye pues. Antes había guardas urbanos, o al menos, había un guardia urbano (el que sale en las películas, que aunque lo interpretan diferentes actores, siempre es el mismo). Pero posteriormente el guardia urbano con pito regulando el tráfico se identificó con atasco. Si hay un atasco es que al principio del atasco hay un guardia urbano con un pito, le dijeron al político. Y por supuesto desaparecieron. Luego vinieron los semáforos y con la alegría de lo nuevo se pusieron semáforos hasta en sitios absurdos donde nunca pasa nadie. Algorítmicamente, los semáforos conectados con un sistema inteligente que analiza los flujos de tráfico y modifica los tiempos son, matemáticamente, el sistema perfecto. Lo que pasa es que este sistema no existe. En Japón igual sí, pero aquí no. Así que al político no le quedaba otra que admitir el silogismo de que la rotonda es el sistema ideal que no necesita sistemas analógicos o digitales y que cumpliendo algunas normas y con la habilidad natural del conductor, hace que el flujo de tráfico sea perfecto. Las tenían los ingleses, luego eran perfectas. Pero a, crecieron leves que luego fueran serias dudas de que los urbanitas automovilizados hubieran comprendido dichas normas y más dudas aún de que las pusieran en práctica. En Japón sí, pero aquí no. Y b, también crecieron leves y luego serias dudas acerca de la habilidad del conductor/a para afrontar la entrada en las maravillosas rotondas. Ah, pero eso no es culpa mía, dijo el político, ni de las rotondas, háganse pues, rotondas a manta. Y así, todo político que se precie sueña en volver a inaugurar una rotonda y se pone gallito ante sus colegas diciendo, en tu pueblo has hecho diez, pues en el mío he hecho veinte. Mientras, en la rotonda, un indeciso/a conductor/a duda si debe acelerar y entrar o no, generando colas interminables y una vez que ha entrado, genera el caos para salir. Entrar o no entrar, salir, cómo salir. Ese es el dilema.

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