ACOSTUMBRADA a abrir los ojos cuando el sol aún no había salido, la hija pequeña de una pareja, amiga de retozar en la cama más de lo habitual, se levantó de su cunita empujada por su reloj biológico de día de diario. Con paso firme, sus pies descalzos sobre la tarima del dúplex enfilaron a la cama de sus progenitores. Aún siendo domingo, los despertó.

"Vete a la cama", le ordenó la madre con voz ronca, mientras el padre se daba media vuelta intentado escabullirse del inopinado madrugón.

"Vuelve a tu habitación a dormir, que todavía es muy temprano", regañó la mujer, elevando la voz para darle mayor rotundidad a su imposición. Pero la niña, deseando empezar el día con sus juguetes, respondió segura y contundente: "Mamá, es que en mi cuarto ya es muy tarde".

Los tiempos. Siendo el reloj el artilugio más democrático y, al mismo tiempo, más dictatorial por su inapelable velocidad, cada persona marca el ritmo de las agujas de su vida según sus intereses. La niña quería jugar y esa prisa por distraerse superaba al mismo minutero. Si ya estaba despierta y tenía ganas, nada importaba que fuese día de fiesta o, todavía, casi madrugada. El tic-tac de las manecillas es idéntico para todos, aunque el compás que cada cual impone a su forma de vida convierte, en ocasiones, a los segundos en eternos y a las horas en suspiros.

Estarán de acuerdo conmigo en que, siendo el tiempo inapelable, no es lo mismo una hora en la empresa privada que en la Administración pública. No es igual un segundo en la Fórmula 1 que en un coche familiar. Aún durando igual los mismos minutos, un trámite puede despacharse en un rato o amarillear lentamente sobre una mesa oficial esperando no se sabe qué. Ya lo refrenda la sabiduría popular, en eso de intentar echarle el freno al tiempo: "Las cosas de palacio, van despacio", pero también las canciones de amor cuando los segundos vuelan: "Reloj, no marques las horas porque voy a enloquecer..."

Los tiempos. Hasta la Iglesia, acostumbrada a gestionarlos durante siglos a toque de campana, marca en la estructura de su jerarquía su propio compás. Un trabajador cincuentón cualquiera que ya otea en el horizonte su prejubilación es, para el Vaticano, un joven con aspiraciones de ser Obispo. Precisamente, el de Almería, monseñor Adolfo González, fue nombrado cuando tenía 55 años y, ahora con 61, dicen que está a punto de trasladarse a otra diócesis de mayor proyección. La excepción a esta costumbre se produjo hace unos meses, cuando fue designado Obispo auxiliar de Bilbao Mario Iceta, un sacerdote vasco de sólo 43 años. Los tiempos…

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