Tribuna

Manuel Peñalver

Catedrático de Lengua Española de la Univesidad de Almería

Las lágrimas de Doña Esperanza

Ahora, doña Esperanza, tras haber dicho adiós, tendrá tiempo para reflexionar leyendo a Séneca y Gracián

Las lágrimas de Doña Esperanza Las lágrimas de Doña Esperanza

Las lágrimas de Doña Esperanza

Nunca sabremos bien si las lágrimas de Esperanza Aguirre, cuando hizo unas declaraciones a la prensa sobre la detención de Ignacio González, en la llamada operación Lezo, fueron gongorinas: «Suspiros tristes, lágrimas cansadas, /

que lanza el corazón, los ojos llueven» o de los octosílabos de Lope de Vega: «Celos mortales han sido / la causa injusta de todo, / y porque lo aprenda dice /

con lágrimas y sollozos». La «lideresa», con la excepción de algún «lapsus calamus», cuando fue ministra de Educación y Cultura con José María Aznar, es una mujer culta y entiende de poesía. Por algo, es sobrina de Gil de Biedma, el poeta que tan distinto y vanguardista era en su genialidad. Pero, entre la lírica y la prosa, la literatura marca sus diferencias. Por ello, en el momento de anunciar su dimisión como portavoz del PP en el ayuntamiento madrileño, dijo con el metalenguaje de las emociones rotas y fragmentadas: «Mi manera de concebir la política me lleva a asumir responsabilidades por no haber vigilado, por no haber descubierto lo que ahora han desvelado la guardia civil y el juez». Quizá, doña Esperanza nunca trató de convertir en verso aquellas palabras de Vicente Espinel: «La traición la emplean únicamente aquellos que no han llegado a comprender el gran tesoro que se posee siendo dueño de una conciencia honrada y pura». Las puñaladas en la política encuentran espacio en la letrina infesta y cediza. Mas no en los versos de William Ernest Henley que, por sí mismos, se recitan: «Ante las puñaladas del azar, / si bien he sangrado, jamás me he postrado. / Más allá de este lugar de ira y llantos / acecha la oscuridad con su horror. / No obstante, la amenaza de los años me halla, / y me hallará, sin temor. / Ya no importa cuán recto haya sido el camino, / ni cuantos castigos lleve a la espalda: / Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma». ¿Habrá leído este poema, tan conocido por Nelson Mandela, la señora Aguirre en esos momentos en los que su tanto tiempo dilecto, Nacho González, no estaba caligrafiando, según parece, un relato límpido y hermoso con la ética, sino con la sombra perniciosa de sus antónimos? «La vida es muy rápida; hace que la gente pase del cielo al infierno en cuestión de segundos», decía Paulo Coelho con la sintaxis del observador que de nada se sorprende en el silencio que transcurre en su espacio interior. Ignacio González ha pasado de su mansión de Aravaca a la cárcel de Soto del Real, tras el interrogatorio que le hizo el juez de la Audiencia Nacional, Eloy Velasco. Ahora, doña Esperanza, tras haber dicho adiós, tendrá tiempo para reflexionar leyendo a Séneca y Gracián, quienes le harán ver que la suerte está echada y que atravesar el Rubicón se puede convertir en un imposible, que apuñala, mientras, plácidamente, se duerme entre sinestesias y metáforas proustianas. Dos de sus hombres de confianza, Francisco Granados y «Nachete», como ella lo llamaba, en el presente que no cesa, han creado una tormenta que golpea los cristales entre interrogaciones que acuden en multitud. La dama habrá comprendido que las palabras se pueden convertir en sollozos, cuando las obras de Valle-Inclán, entre viejos anaqueles, no las volvemos a leer por pensar que ya todo lo sabíamos, lo divino y lo humano, y llegamos a considerar que la realidad nunca caería sobre nosotros tal y como emerge.

La lideresa, que nunca percibió que Rajoy es el Clint Eastwood que queda en pie después del tiroteo, habrá descubierto la falaz narrativa de algunos sms; aprisionados y cautivos de su propia gramática. Todo se puede extender como una pesadilla. Pero todo ha sucedido entre el alba y la noche. Mientras pasan las horas, algunos segundos se atragantan en su pícara condición para hacernos ver que la política, cuando se sale de los caminos para los que fue llamada, de acuerdo con su mirífica etimología, es una odisea que puede terminar en el abismo. Aunque siempre quedará como consuelo lo que Borges versificó con su métrica inefable: «Tantos años y al fin he rescatado / la dicha de ser hombre y ser valiente / o, por lo menos, la de haberla sido / alguna vez, en un ayer del tiempo». La corrupción es una plaga que destruye y trata de perderse en pasajes de doble esquina. Sin embargo, a la vuelta, tropezará en una acera. Aquella, en la cual los ciudadanos honrados caminan entre la rectitud y el bien común. Ganándose con el sudor de su frente el pan de cada día. Y recordando lo que dijo Khalil Gibran: «Aquel que no usa su moralidad, sino como si fuera su mejor ropaje, estaría mejor desnudo».

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios